Gregorio Moran

GREGORIO MORÁN.

Será su venganza. La historia probablemente dedicará más esfuerzo a descifrar la vida de Giulio Andreotti que la de cualquier otro político italiano de su tiempo. Porque en su figura late una paradoja que ni siquiera Maquiavelo llegó a plantear, y es que de Andreotti lo sabemos todo, con pruebas, fotos, grabaciones, testigos. Y sin embargo hay otro todo, del que no tenemos apenas idea.

Esa aleación –decir mezcla podría ser considerado una vulgaridad, tratándose de tal personaje– entre dos todos concretos, nada etéreos, hace de su personalidad una combinación de sencillez sofisticada, otra paradoja. La inteligencia perversa se da en la clase política con cierta reiteración. Menos que la estupidez y la soberbia, ciertamente, pero su caso resulta único, porque está lleno de ángulos insólitos. Un individuo más que listo y de una honradez peculiar, consistente en corromper todo lo que sea menester sin que eso te obligue a participar en el reparto. El poder, como la heroína, no admite medias tintas. Todos esos aprendices de Andreottis, que van a misa y comulgan y señalan la familia como base de toda estabilidad, y mantienen una amante, o dos, y unos hijos voraces como tigres, carecen de autoridad y deberían evitar las boberías que luego escriben sobre Andreotti. Les sobrepasaba en rigor, en perversidad y también en coherencia. Una esposa eterna y cuatro hijos lejos de la política.

Los periodistas e historiadores italianos vivirán muchos años preguntándose por el sentido de sus palabras, sus gestos, sus decisiones (pocas), sus delitos (abundantes), sus vulneraciones de la ley junto al poder mafioso, sus asesinatos (selectivos)… Todo aquello que rodeó a Giulio Andreotti, que él fomentó, instrumentalizó y en algún caso orientó concienzudamente. Pero tuvo siempre claro algo que entre nosotros es impensable: su mujer y sus cuatro hijos quedaron fuera, absolutamente alejados de la actividad política. Incluso su propia casa –corso Vittorio Emanuele II, 326– no será nunca lugar de cita o contubernio. La mayor dificultad que tuvo el director de cine Paolo Sorrentino para hacer su magnífica película dedicada a Andreotti –Il Divo– fue la de inventarse la casa de su protagonista.

Italia y la política italiana del último siglo no fueron demasiado atractivos para los políticos españoles, y la verdad es que fue una pena porque eso hubiera quitado cierto pelo de la dehesa. Catalunya tuvo mayor interés y acercamiento, pero precisemos. Eso ocurrió en el ámbito de la izquierda, porque la derecha pujoliana a lo máximo que llegó fue a Mounier, y siempre miró a Francia con la pasión que observaban aquellos católicos legitimistas que tanto gustaban a Eugenio d’Ors. Montserrat frente a Vaticano. Hablar de la influencia italiana nos lleva a la izquierda catalana, a la política, gracias especialmente a Manolo Sacristán y a su esposa, Giulia Adinolfi, y a la literatura de la mano de Carlos Barral. Luego vinieron Solé-Tura y Rafael Ribó y aquellas tenidas con Ingrao, Rossanda y D’Alema cuando todo empezaba a desmoronarse y parecía que lo único que debatir era el nombre de la cosa. Hablar del PC italiano no es una excentricidad al referirnos a Andreotti. Él logró en 1976 un acuerdo con el PCI, que permitió un peculiar gobierno de gran coalición. Ambos firmaron la sentencia de muerte en beneficio del Estado –¡vaya Estado!– con el asesinato de Moro, ejecutado por las Brigadas Rojas. Andreotti fue el alumno principal de Alcide De Gasperi, que hizo la mejor definición del aspirante: “Es un joven capaz, tanto, que yo le creo capaz de todo”.

Andreotti, como Cossiga, mostraba hacia España y sus políticos un cierto desdén de gente culta y cosmopolita ante aquellos talentos de la transición. (Tengo viva en mi memoria la reunión, en 1977 y en Toledo, entre los ministros de Interior de España e Italia, Francesco Cossiga y Rodolfo Martín Villa, falangista de León.) ¡Quién no iba a decir, ante aquellos paletos prepotentes, que les faltaba finura! A menudo se olvida que los dos políticos italianos favoritos del poder hasta bien entrada la transición fueron Amintore Fanfani, el amigo corrupto de uno de los personajes más curiosos, importantes y golfos de la política española durante el franquismo, Alfredo Sánchez-Bella, embajador en Roma y luego ministro de Información; y, el otro, Pino Rauti, reclutador de la extrema derecha.

Para los españoles, hablar de Italia –cultura y política– nos obliga a la modestia. Ni siquiera vivimos un conflicto de altura intelectual como fue la ruptura entre Giovanni Gentile y Benedetto Croce. Primero, porque nosotros nunca tuvimos un fascista laico; lo nuestro fue nacionalcatolicismo siempre, desde Dionisio Ridruejo hasta los hermanos Vigón –hoy olvidados, pero auténticas lumbreras de la barbarie–. Benedetto Croce –cuya hija sería una más que notable hispanista– podía hacer las veces de nuestro Ortega y Gasset. Pero ¿había más en aquel erial? ¿Qué había que no estuviera en el exilio? ¡Hasta hubo quien quiso hacer de Laín Entralgo un intelectual, donde sobre todo había un arribista cobarde y presuntuoso! No tuvimos suerte con Italia. Siempre escogimos mal. Incluso a aquel agudo escritor y deleznable personaje que fue Rafael Sánchez Mazas, cuando descubrió Italia y tomó señora, rica y cauta, no se le ocurrió otra cosa que apuntarse al fascismo de Luigi Federzoni, la derecha mussoliniana, muy católico pero sin masa encefálica. ¿Y la Escuela Romana del Pirineo? Aquellos poetas que encabezaba Ramón de Basterra, pedantes y reaccionarios.

No me desvío de mi cometido. Introducir la personalidad de un político profesional, apellidado Andreotti, huérfano desde los dos años y sin más padre que el Vaticano –trató a seis papas–, aquí, en España, donde nunca funcionó un partido democristiano –ni siquiera en Catalunya, donde Unió no osaría el reto suicida de presentarse sola–. ¿Por qué fracasó Gil Robles, aquel orador deslumbrante, católico fetén y con patrimonio, jefe de las clases medias de misa, misal y El Debate? Hay diversas hipótesis, pero una certeza: cuando le enterraron, ya en la transición, entre la docena y media que asistió a su entierro, ¡no había ni un cura! Por eso es importante que alguien trate de ofrecer una explicación de cómo un hombre como Andreotti, que parecía recién recuperado de un tanatorio –chepudo, orejas para cocinar, mirada perdida en ninguna parte, cuerpo enclenque (seis meses de vida le dieron los médicos), voz escasamente atractiva–, en fin, un dechado de la naturaleza para colaborar en películas de la Familia Monster, ganaba las elecciones. Alcanzó en siete ocasiones la Jefatura del Gobierno, fue ministro ocho veces de Defensa, cinco de Exteriores, dos de Finanzas, y las mismas en Industria, y también hizo breves estancias en Interior y el Tesoro. ¡Esta joya se mantuvo 66 años en el Parlamento!

Él solía atribuirlo todo a que su circunscripción electoral eran los conventos de monjas, los seminarios de sacerdotes, las iglesias… Es posible, lo que no resta que fuera un asesino en grado de colaboración o complicidad que se libró siempre de la cárcel por triquiñuelas legales. Fue el hombre que dio el beso de respeto al capo di tutti capi mafioso Totò Riina, el que ordenó matar al periodista Mino Pecorelli, y no sigo porque no cabría en este artículo.

De todo lo que iremos describiendo de Andreotti, pasando por Bettino Craxi y Berlusconi, hasta llegar a Beppe Grillo, lo que más me ha impresionado es una frase suya, poco antes de morir. Cuando le preguntaron a este profesional del poder qué iba a hacer con sus secretos. Inmutable, con aquel gesto que no se sabía si era una sonrisa o esa contracción muscular que hace la hiena cuando afronta a la presa, respondió: “Me los llevaré todos al paraíso”.

¡Ni siquiera una temporada de asueto en el purgatorio, ahora que la Iglesia ha cerrado el limbo! (¿Alguien se imagina a Andreotti en el limbo?) Pero de ahí a considerarse abonado al paraíso, hay un trecho. Parece un argumento para ateos.

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