Leopoldo Gonzalo

LEOPOLDO GONZALO.

Se discute acerca de si el déficit fiscal fue, en 2012, del 6,74% o del 6,98%. Se puede discutir sobre las alternativas posibles para reducirlo. Pero lo que no suele plantearse, con rigor, son las verdaderas causas de su existencia ni la responsabilidad de quienes lo han situado en su actual nivel. Y ahí es, precisamente, donde resulta  inaplazable actuar. Tomo prestado el título que encabeza estas líneas de un artículo publicado en 1966 por el premio Nobel de Economía J.Tobin, el de la célebre tasa con su nombre, que ni es una tasa ni tiene mucho que ver con el impuesto que él ideó. En efecto, hay que preguntarse, ¿de quién es el déficit? ¿De dónde trae causa? Importa la respuesta a esta pregunta en relación con el saldo actual de nuestras cuentas públicas. Porque aquí cada gobierno se declara inocente y echa la culpa a su predecesor. O sea, lo de la “herencia recibida”, lo que acaba de repetir, una vez más, la señoraCospedal: “Es lógica la frustración –ha dicho-, pero el PP está recuperando una situación maltrecha que heredó”. Y hay que empezar aclarando que nuestro abultado déficit público no debe imputarse en exclusiva a la grave flexión cíclica que padecemos, sino también, y sobre todo, a un rasgo característico de nuestro sector público, cual es su configuración abocada a generar déficit predominantemente estructural. El núcleo de ese déficit es consecuencia de las malformaciones institucionales de nuestra democracia, de una forma de organización política que impulsa el gasto público hacia arriba al margen de cualquier criterio de eficiencia e incluso de necesidad. Me refiero al déficit estructural entendido como diferencia entre el saldo presupuestario total y el saldo cíclico, esto es, el ocasionado por el funcionamiento de los estabilizadores automáticos en las oscilaciones de la coyuntura. Un déficit que permanece incluso en las fases ascendentes del ciclo, cuando dichos estabilizadores producen sus favorables efectos sobre el saldo total haciéndolo positivo. Porque el déficit al que aludo está siempre ahí, esperando dar la cara a la primera oportunidad.

¿Se ha preguntado alguien seriamente cómo pudo ser que, en sólo tres años, entre 2007 y 2009, el saldo presupuestario pasara del 2,2% del PIB, gracias al periodo de bonanza precedente, al -11,3% de la misma magnitud? Bueno, pues la Comisión Europea da ahora nuevos datos acerca de nuestros déficit total y estructural referidos al ejercicio de 2011, fijándolos en el 9,4% y el 8,6% del PIB, respectivamente (vid. European Economic Forescat. Winter 2013). De manera que nuestro déficit estructural en ese año, es decir, el déficit no derivado de los avatares de la coyuntura económica, representaba nada menos que el 91,5% del déficit total. O, si se prefiere, que el desequilibrio de nuestro sector público sólo era imputable a la fase adversa del ciclo, en un 8,5%. ¿Cuál es la verdadera causa de semejante lastre, que los Santos Inocentes responsables de la cosa pública ven pero no quieren mirar, y menos aún remediar? Como no voy a repetir el archiconocido inventario de las malformaciones de esto que llamamos el Estado de las Autonomías, de este  armatoste u “objeto grande y de poca utilidad”, según acepción del DRAE (tomo el afortunado calificativo del profesor Tamames), me limito a transcribir la opinión premonitoria de algunos autores de nota acerca de lo que se nos venía encima, y eso que alguno de ellos -el que preconizó “la redención de las provincias”, precisamente- no pudo imaginar que, en España, el Estado al que él se refería iba a multiplicarse por 17, andando el tiempo.

De Hölderling a Jouvenel, pasando por Ortega y Gasset

Escribió el autor de Hyperion, y ya ha llovido desde entonces, “el Estado ha acabado por convertirse en un infierno al haber querido el hombre hacer de él un cielo”. Pero más expresivo fue el pronóstico de Ortega en La rebelión de las masas: “Este es el mayor peligro que hoy amenaza a la civilización: la estatificación de la vida, el intervencionismo del Estado, la absorción de toda espontaneidad social por el Estado […] La sociedad tendrá que vivir para el Estado; el hombre, para la máquina del Gobierno […] Y como a la postre no es sino una máquina cuya existencia y mantenimiento dependen de la vitalidad circundante que la mantenga, el Estado, después de chupar el tuétano a la sociedad, se quedará hético, esquelético, muerto en esa muerte herrumbrosa de la máquina […]”. La opinión de Bertrand de Jouvenel acerca de lo que él llamaba el “Estado Minotauro” no es menos inquietante y certera: “El Estado, tras la eliminación del derecho natural, de los grupos sociales intermedios y de la religión, que debe ser relegada al exclusivo reducto de lo privado, monopoliza el derecho y la moral para imponer un orden político totalitario. De ahí su omnipresencia en todos los ámbitos de la vida […]”.

No se trata de otra cosa que de lo que suelo llamar, menos solemnemente, “el Estado metomentodo”. Y ese monstruoso aparato que todo lo interfiere y mediatiza menos lo que debe (nos enteramos ahora de que el sector de la seguridad privada proporciona más empleo que el número de efectivos de la Guardia Civil o el de los encuadrados en las Fuerzas Armadas, prueba de la clamorosa ineficacia del Estado en el ámbito de lo que le es propio y debería ser exclusivo), ese mastodonte, repito, tiene un coste imposible de sufragar, ni con la alta presión fiscal imperante y creciente, ni con el endeudamiento exponencial de las administraciones públicas. ¿Hay remedio para el déficit estructural, que es el que verdaderamente importa? El avisado y paciente lector tiene, sin duda, la respuesta.

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