Jose María de la Red Mantilla

JOSE MARÍA DE LA RED.

La opinión pública ha aceptado que la corrupción es un problema de Estado. Desde cualquier instancia se reconoce que afecta a todas las instituciones públicas sin excepción; los casos de corrupción aparecen en todos los medios de comunicación, jueces y fiscales son portadas y editoriales día tras día.

De la calificación de la corrupción como problema a conceptuarla como razón de Estado, derivación lógica y natural de la monarquía parlamentaria de partidos oligárquicos de Estado descrita en la Constitución de 1978, no hay mucha distancia. La misma diferencia que existe la corrupción del Estado y el Estado de corrupción o Estado corrupto.

Si la primera ya fue vaticinada por los críticos de la partidocracia, que desde que conocieron el texto constitucional que da carta de naturaleza al régimen vigente. El Estado de corrupción o Estado corrupto, que vive y se desenvuelve por y gracias a la corrupción, en definitiva, al delito; solo fue previsto por quienes además de analizar los entresijos institucionales, observaron su deriva a lo largo de los treinta y siete años de vigencia de esta Monarquía parlamentaria.

El origen antidemocrático, e incluso totalitario, de los partidos del régimen, la falta de cultura democrática en la población, la dependencia y subordinación de unos poderes del Estado ante otros, explican las dimensiones que como fenómeno político ha alcanzado la corrupción.

La persistencia de una política mediática de manipulación y desinformación, propia de regímenes dictatoriales, junto al sectarismo propagandista de unos comunicación subvencionados de distintas formas por las diferentes facciones del régimen, han permitido la ocultación durante años, ante la opinión pública, de la gravedad y alcance del Estado de corrupción.

Finalmente, la intromisión del poder político para cercenar la independencia en los propios actos jurisdiccionales de los jueces a los que ha correspondido la instrucción y el conocimiento de los asuntos de corrupción, ha llevado a que impunidad y corrupción siempre aparezcan unidas ante la opinión pública.

Sistemáticamente la responsabilidad política no es asumida, de manera que los conflictos políticos generados por la corrupción se dirimen únicamente ante los tribunales, lentos e inoperantes, condicionados por presiones partidistas y mediáticas, cuando no sucumben a la corrupción misma.

En España no se constituyó n 1978 un régimen político que luego se corrompió por falta de los controles y equilibrios entre sus distintos poderes y por la desmesurada codicia de una clase política indecorosa.

En España se constituyó en 1978 un régimen político corrupto en su génesis y en su organización institucional, el Estado corrupto por tanto inhábil de luchar contra sus propios genes.

Se podrá desviar y manipular la atención de la opinión pública sobre tal o cual asunto de corrupción, pero ya no se puede disimular la responsabilidad política de las oligarquías partidistas en todos y cada uno de los asuntos de corrupción, pues son ellas sus principales encubridoras, cuando no instigadoras directas.

De la misma manera que las responsabilidades políticas alcanzan a la Monarquía por el caso Urdangarín, y ello naturalmente al margen de las responsabilidades criminales que se puedan deducir contra los autores de los actos de corrupción que se investigan. También alcanzan a Rajoy y Rubalcaba y a todas sus juntas directivas partidarias las responsabilidades políticas dimanantes de los casos de corrupción que afectan a sus partidos.

Sin embargo, vemos que tales responsabilidades políticas jamás son asumidas, nadie dimite, nadie es cesado, por lo que las instituciones y entidades públicas son hoy consideradas por la opinión pública como cuevas de Alí Babá o patios de Monipodio, y corrupción como inherente a la partidocracia y su impunidad como algo propio del régimen vigente.

En realidad, lo que, a lo largo de los años ha ido configurándose en la política española es que la acción política partidista está al margen y por encima de la Ley escrita, de los tribunales constituidos y de todo control que busque la verdad sobre todas las manipulaciones y desinformaciones.

Es, en definitiva, el triunfo de la ley no escrita de la partidocracia como razón de Estado. No en vano la partidocracia consiste en la integración en el Estado de los partidos políticos sustrayéndoles de la sociedad.

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