Manuel Garcia Viñó

MANUEL GARCÍA VIÑÓ.

Me ha llamado  la atención la poca cuenta que le han echado los medios y los portavoces eclesiásticos, más o menos oficiales, a las causas que han impulsado al papa Benedicto XVI a renunciar a  la sede pontificia. Las vagas alusiones del propio interesado a su cansancio y debilidad se han aceptado sin crítica y ni siquiera se han comentado en exceso. Diríase que no se ha querido profundizar en ese filón. La crítica se presentaba fácil, dado que su predecesor, a quien tanto admiraba y del que fue íntimo colaborador, había muerto en penosísimas condiciones físicas en el ejercicio de su ministerio y, a quienes le aconsejaban que se retirase, les decía: “Nadie se baja de la cruz”  ¿Por qué Benedicto XVI, teniendo un ejemplo heroico tan cercano, ha optado por el abandono? Por claros indicios creo que conozco la respuesta: El profesor Joseph Ratzinger ha perdido la fe, sencillamente, y su honradez intelectual le impide seguir al frente de una institución en cuyos fundamentos ha dejado de creer.
Sabido es que quien llegaría a dirigir la Iglesia como Benedicto XVI era uno de los intelectuales de mente más poderosa del siglo XX, sin duda alguna la centuria más rica en intelectuales de la historia. Y sabido es que el contenido principal de sus investigaciones filosófico-teológicas ha sido la posible conciliación entre la razón y la fe. Un problema en el que se incardina, desde Epicuro, la paradoja que en filosofía, como en teodicea, filosofía de la religión y teología se ha conocido como el problema del mal. ¿Cómo es posible que un Dios infinitamente bueno, infinitamente poderoso, permita el sufrimiento de sus criaturas, a veces hasta extremos insoportables, como ya Homero le reprochaba a Zeus? El sufrimiento de las criaturas parecía evidenciar que Dios no era omnisciente o no era todopoderoso. Ha sido éste el gran escollo de quienes han querido reconciliar la razón y la fe.

Como el del descomunal suceso de la renuncia de un papa a su pontificado, que supera todas las posibilidades de explicación, no solamente nadie reparó en las causas, sino que tampoco lo hizo en ciertas palabras, grandemente clarificadoras, que pronunció Benedicto XVI cuando lo llevaron a visitar el campo de Auchtwitz: ¿Dónde estabas, Señor, cuando estas cosas  sucedían? Palabras que casi vino a repetir en una de sus últimas alocuciones. Hay ocasiones -dijo- en que parece que Dios se ha quedado dormido. Evidentemente, quien pide tales explicaciones a Dios no es alguien que crea en la solución católica al problema del mal.

El intelectual Ratzinger, al comprobar finalmente que no hay conciliación posible entre la razón y la fe, entre la bondad infinita y la omnipotencia de Dios y el sufrmiento de las criaturas, ha actuado en consecuencia.

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