Rafael Martin Rivera

RAFAEL MARTÍN RIVERA.

Todos recordarán cuando en 2009, se desataron una serie de discursos moralizantes en torno a la falta de ética en el funcionamiento y actuación de los mercados financieros, que informaron los discursos presidenciales, institucionales y reguladores en todo el mundo. Desde Barack Obama hasta la UNCTAD, pasando por los economistas más rancios del keynesianismo actual, todos clamaban por el «fin del laissez-faire», la «reinvención del capitalismo» y la recuperación de un código deontológico en los negocios y, en particular, en el funcionamiento de los mercados financieros. A primera vista, podía considerarse que se trataba de un debate regenerador, desinteresado y objetivo –sin duda urgente y necesario–, en la búsqueda de una corrección ética que guiara el comportamiento de los agentes económicos. Pero, en realidad, el debate no fue más allá del mero oportunismo ante una situación política coyuntural que se demostró especialmente sensible ante grandes estratos de población afectados directamente por los efectos de la crisis económica. Los gobiernos, y, en particular, las autoridades reguladoras y supervisoras, se vieron desbordados por una situación que, siendo conocida y predecible, ellos mismos ayudaron a crear a partir de políticas monetarias expansivas y de gasto público desmesurado, alimentando un crecimiento económico forzado e insostenible, orientado fundamentalmente a la obtención de réditos políticos. Luego ha resultado, además, que los marginales casos fraudulentos Madoff y Stanford, y la quiebra de Lehman Brothers,  eran una guasa, comparado con lo que habría de venir. En España S.A., somos bien conocedores de la omisión y desvirtuación de los informes de los inspectores del Banco de España, del culebrón de las Cajas de Ahorros, y de mil irregularidades políticas, económicas e institucionales que se fraguaron en aquellos años de bonanza crediticia y de gasto público sin control alguno.

Hoy aquellos banqueros e inversores que saltaban en 2008 a la palestra mediática, y que pasaban por el cadalso de la opinión pública gracias al achuchón de políticos y autoridades reguladoras, parecen unas «Hermanitas de la Caridad» –y que me perdonen estas Santas Madres por el símil– comparado con lo que tenemos deambulando por juzgados, tribunales y comités de redacción de prensa nacional e internacional. Y no habremos aquí de entrar en nombres propios por hastío, imposibilidad práctica y verdadero asco.

Era de suponer que la necesidad del originario debate ético sobre el comportamiento de determinados actores económicos y financieros, suscitado en 2009, quedaría ahogada por la aparición de un nuevo ciclo expansivo con sus consiguientes “boom”, diluyéndose poco a poco la necesidad de iniciar ese debate ético que surgiera tras los primeros momentos posteriores a la crisis. Y sólo en aquellos países donde los errores de los gobiernos y de las autoridades reguladoras hubieran sido mayores, y los efectos de la crisis hubieran de prolongarse más tiempo, éstos seguirían alimentando el debate dentro de la opinión pública en busca de culpables. Los casos paradigmáticos serían aquellos países donde los desequilibrios provocados por la fuerte expansión del crédito hubieran sido mayores, pero también donde los altos niveles de gasto público, antes y/o después de la crisis, y una tasa de inflación también más elevada, retrasaran el crecimiento y prolongaran altos niveles de desempleo, afectando a áreas más extensas de la sociedad.

Sin embargo, he aquí que las turbas agitadas, pica en ristre, han visto con sorpresa cómo los «pulcros acusadores» que exigían cabezas de entre unos cuantos peones de mercados financieros y del famoso «laissez-faire», han demostrado ser además de unos mentirosos de siete suelas, unos auténticos ladrones que se han servido del sistema para llenarse los bolsillos con dinero público y privado sin el más mínimo pudor, o permitir que otros se los llenaran con el visto bueno de quien hacía las veces de regulador y supervisor. En éstas, ya se han olvidado todos del famoso debate ético y de su necesidad.

Claro estaba que la intención política no había sido nunca la de acometer un verdadero debate ético destinado a abordar la conducta de todos los agentes económicos –incluidos gobiernos y autoridades reguladoras–, ni de revelar las verdaderas responsabilidades en el devenir de las crisis, sino que la naturaleza del debate sería, en esencia, fundamentalmente socialdemócrata con una falsa «moral» de pobres y ricos, buenos y villanos, y la subsiguiente manipulación ideológica de las desigualdades económicas, desvirtuando así cualquier análisis técnico y ético de la crisis. Una vez llegadas las crisis, siempre es fácil encontrar «culpables», pero no existe ninguna intención real de desenmascarar al verdadero malhechor, ni de modificar el proceder tradicional de gobiernos y autoridades reguladoras y supervisoras, ni de desmontar falsas doctrinas económicas; y los «boom», «burbujas», «exhuberancias irracionales» con las subsiguientes crisis y recesiones habrán de seguir ocurriendo una y otra vez, pese a las seculares advertencias de un desoído Von Mises, pongamos por caso.

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