Gregorio Moran

GREGORIO MORÁN.

Las mandíbulas son importantes para la representación del poder. El prognatismo de los Austrias; les gustaba que se notara en los retratos. Mussolini la exhibía. Francis Ford Coppola se quedó admirado cuando Marlon Brando propuso reforzar la mandíbula metiendo algodones para que El padrino tuviera la fuerza exigida. Es verdad que hay políticos que sólo tienen mandíbula, pero eso también sucede a veces con algunos boxeadores; les sirve para encajar golpes y disimular su inanidad. Fíjense en la mandíbula de Mariano Rajoy; la barba la refuerza. No ríe, sólo hace un gesto; como si pretendiera contraer la mandíbula.

Tengo a Rajoy como un adversario muy peligroso. Por supuesto, bastante más que Aznar, que ambicionaba pasar a la historia. Es difícil hacer análisis políticos desde Barcelona porque la inclinación a considerarse el centro del universo genera una miopía que impide ver nuestros límites. No me cuesta imaginar la actitud de Mariano Rajoy ante el supuesto reto soberanista, y su desdén ante la forofada de brillantes analistas. “¡Acollonits!”, afirmaban antes de que se cambiaran las tornas y el periodismo de la cazuela empezara a palparse la ropa. ¡Qué poco conocen al adversario!

Galicia constituye desde hace años la reserva siciliana de la política española. El eje mediterráneo se convirtió en una gran concentración mafiosa multinacional necesitada de un mapa catastral que especifique dónde están las zonas de alto riesgo –¿la Costa Brava?, ¿Levante?– y dónde la posibilidad de un rescate de emergencia. Es verdad que Ferrol dio a Franco, pero también a Pablo Iglesias. No soy un defensor del mundo político gallego, todo lo contrario, pero merece la pena detenerse en él. Es como una Sicilia peculiar, que se distingue del resto de España por su manera de hacer política. Actualizando el discurso y para no entrar en historias del pasado: convive el trompetista Baltar, del PP, y el radical Beiras, pianista.

Sería difícil encontrar un modelo más perfecto que Mariano Rajoy de la transición terminada y consolidada. No se trata de un protagonista, como lo fueron Suárez, o González o Carrillo, sino de un producto. Si hubiera que escoger a un representante del tránsito de la dictadura a la democracia, Mariano constituiría un paradigma. La única biografía suya que conozco es anterior a su presidencia del Gobierno.

El sueño de las clases medias asentadas de toda España siempre fue el alto funcionariado, único garante económico de estabilidad. Juez, notario, abogado del Estado, registrador de la propiedad. Mariano consiguió ser registrador a los 23 años, su padre era juez –presidente de la Audiencia de Pontevedra– , su hermano, notario; y su hermana, registradora. Llegó a la política con el riñón cubierto –bastó con uno de sus destinos: registrador en Santa Pola (Alicante)–. Ascendió escalón a escalón de la cucaña: concejal, diputado autonómico, presidente de la Diputación (todo en Pontevedra), dirigente de la Xunta, diputado en Madrid y ministro reiterado en todos los gobiernos de Aznar: Administraciones Públicas, Educación y Ciencia, Interior, Presidencia y vicepresidencia del Gobierno.

Había descubierto la política cuando hacía de señorito pijeras en Pontevedra de la mano de dos maestros, Pío Cabanillas senior, y José Luis Barreiro, el temerario. Se compensaban. Aznar le escogió entre otros de mayor talla aparente –que luego se revelaría falsa– como Rato o Mayor Oreja, porque le parecía el más común de los políticos, al que sólo reprochaba cierta inclinación a la vagancia. Se equivocaba; lo de Rajoy es indolencia. De tener otra cultura, quiero decir alguna cultura, se podría parangonar con Andreotti. Cualquier comparación entre nuestra clase política y la italiana está fuera de lugar, salvo en la inclinación al robo de las arcas del Estado.

Pero registrador de la propiedad no sólo quiere decir “retrato de clase media asentada en el mundo jurídico”, quiere también expresar una fabulosa memoria. Rajoy no lee ni ha leído, no le interesa la música, ni cualquier arte que no sea una gastronomía sólida y una sobremesa apacible, si es posible fumando un habano de calidad. Su memoria prodigiosa se concentra en el ciclismo. Le puede decir a usted no sólo quién ganó el Tour en 1961 sino la lista de los conquistadores del Tourmalet. El único diario que lee todas las mañanas es Marca, y si el tiempo lo permite añade As. Lo demás se lo dan los diversos departamentos. Casó en 1996, ya en el primer Gobierno de Aznar, con una amiga de la ciudad, Elvira Fernández, “Viri”, diez años más joven, con la que tendría dos hijos. Las víboras aseguran que Aznar, el implacable, obligó a romper habladurías sobre las equívocas sexualidades, que inventaban el vulgo y Alfonso Guerra, sobre Rajoy, la maña Fernanda Rudi y Rita Barberá. Salvo la alcaldesa de Valencia que le mandó a la mierda, porque ya tenía pareja de hecho desde la universidad, los otros se casaron. Rajoy en La Toja, un símbolo.

Aznar se equivocó en todas su previsiones, incluida la de Rajoy. Le escogió pensando que arrollaban en las elecciones de 2004, y su talento unido al de su ministro de Interior, el inane Acebes, consiguió el descalabro como consecuencia de la manipulación de los atentados islamistas de marzo. Aguantó la derrota de 2008, patética, inconmensurable, cuando la única persona que le echó un poco de aliento fue su mujer, la discreta “Viri”, que lleva unos zapatos de tacón vertiginosos para que al menos pueda salir su rostro en las fotos y compensar la diferencia de estatura. Un gesto. Era un hombre muerto al que machacaron todos, empezando por los suyos.

Nadie creía que iba a soportar aquel acoso. Le dieron hostias por activa y por pasiva y se mantuvo con la mandíbula de Buster Keaton. Se ganó el desquite. Los fue liquidando a todos, poco a poco, sin que pareciera hacer un esfuerzo. Se iban estrellando solos, a partir de que los empujara él. En el congreso número 17 del PP ¡en Valencia!, ¿dónde iba a ser entonces?, consiguió el 97% de los votos. Y arrolló a un PSOE de chatarrería en las elecciones de noviembre. Mayoría absolutísima. Por eso cuando Álvarez-Cascos propuso volver a la política y hacerse con Asturias, lo que era facilísimo y bastaba con un gesto, dejó hacer a su recién inventada Fígaro, la afeitadora Dolores de Cospedal, un turbio y desvergonzado personaje, salido del arroyo de la economía y la ambición. Pero le dio el mando para sajar mientras él observaba el estropicio.

¡Como en la emergencia económica! ¿Para qué iba a decir algo si no había nada que decir? Se lo reprochaban los cándidos. Ningún intelectual en su entorno, salvo Pedro Arriola, de talento probado. Los demás, amigos de partidas o almuerzos. Nada que te complique la vida. La gente que habla de oído o las mentalidades tertulianas, cada vez más dominantes, suelen repetir como papagayos aquellas palabras de Franco. “Haga como yo y no se meta en política”. No era ninguna tontería, sino una advertencia. El Caudillo había concedido audiencia al recién nombrado director de Arriba, Sabino Alonso Fueyo, y este, que era un aventado fascista asturiano y exseminarista con pretensiones filosóficas, le quiso explicar a Franco, ¡en 1964!, sus intenciones de convertir Arriba en un lugar de encuentro de las diferentes corrientes que sostenían a la dictadura. El Generalísimo le orientó de la inutilidad del esfuerzo. Algo así como “si te mueves, te crujo”. Mariano lo aprendió en su ascenso por el escalafón del PP.

Hay un chiste gallego que merece la pena traer a colación. El viaje de un tal Pepiño para visitar a su amigo Mariano. Se encontraron en Santiago, y Mariano, sorprendido, exclamó, “Pepiño ¿qué haces aquí?”. Y él respondió, “venía a verte”. “¿Y cómo supiste que estaba en Santiago?”. “Fue fácil”, dijo Pepiño. “Me acerqué a tu casa en Pontevedra, y tu mujer me dijo que habías ido a A Coruña, para que yo pensara que estabas en Vigo. Pero lo entendí: Mariano está en Santiago”.

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