Francisco Rosell

FRANCISCO ROSELL.

Cuando el Gatopardo Griñán heredó a Chaves en la primavera de 2009 y transmitió la sensación de querer imprimir un sello propio que disimulara el dedazo, entonó un discurso de investidura tan novedoso en el fondo y en la forma que luego ha quedado en partitura inédita. Tamaño cinismo evoca al aristócrata de la novela de Lampedusa cuando, para justificar su apoyo al revolucionario Garibaldi, proclama: «Si queremos que todo se quede como está ahora, se necesita que todo cambie». Así, Griñán sorprendió con el anuncio de una reducción de la administración paralela refugio de la caterva de colocados del partido que viven del presupuesto que ha suplantado a la genuina Función Pública ya la que los tribunales han sentenciando en los términos más duros por ser instrumentos para evadir los controles del Estado de Derecho.

Ello ha desencadenado fraudes colosales como los de los ERE y los de la sociedad pública de capital riesgo Invercaria, sometidos a pesquisas judiciales. Inevitablemente, toda ayuda pública que se otorga sin atender a sus resultados fomenta la estafa.

Por poco que conociera el paño y no hubiera desempeñado cargo orgánico, Griñán no ignoraba que hacer astillas ese tinglado podía desencadenarle una desestabilización que le acarrearía serios contratiempos en cuanto abriera la caja de los truenos en un partido hecho a vivir del erario. Como se maliciaron los funcionarios, tratóse de un ardid para fingir que desaparecían esas onerosas agencias -su deuda oficial (provisional) superó los 5.000 millones en 2011- y asimilar a sus empleados a funcionarios de carrera, entrando por la puerta falsa, y, en caso de recortes, que la merma recayera en los bolsillos de los que ingresaron por oposición. Es lo ocurrido con la fundación Andaluza para el Fondo de Formación y Empleo (Faffe).

A este ente, dispuesto para colocar militantes, afines y parientes, se le hizo desaparecer formalmente, pero sus mesnadas han engrosado la Consejeria de Empleo desplazando a más de ochocientos contratados del Servicio Andaluz de Empleo (SAE) para dar cabida, entre otros, a alcaldes a los que hubo que rescatar tras ser descabalgados electoralmente.

Si esto es lo que hace a la Faffe, otro tanto cabe de los chiringuitos con parecido cometido, como ha corroborado su socio de gobierno IV en las empresas públicas de las consejerías que les tocó en lote y de las que han debido ahuecar el ala ya los ubicará el PSOEpara acomodar a los propios.

Griñán se ajusta a uno de aquellos episodios de la legendaria serie de la BBC titulada Yes, Minister, donde el abrumado protagonista, nada más tomar posesión, se interesa por cuáfltas personas trabajan en su departamento. Al recibir una respuesta vaga, intenta que le concreten: «¿Dos mil, tres mi!?». «Veintitrés mil, para ser precisos», le responden. «¿Me está diciendo que hay veintitrés mil burócratas administrando a los demás burócratas? Eso no puede ser. Encargaré un estudio para ver de cuántos podemos prescindir ». Su interlocutor, sin perder la flema, le replica que eso ya lo hizo su antecesor y resultó que se precisaban quinientos más.

Consciente de que la clientela es la base del régimen que sustenta al PSOE en el poder hace 30 años, seguro que Griñán estaba persuadido desde primera hora de no meter la mano en ese avispero de las empresas públicas, pues «más fácil se añade lo que falta que se quita lo que sobra», al decir de Quevedo.

Aunque todo el mundo es consciente de esa perversa lógica clientelar por la cual el partido en el poder busca posada y fonda al máximo de militantes, junto a su correspondiente parentela, parasitando la administración y beneficiándose desde subvenciones a adjudicaciones de todo tipo, no se aprecia la Parentópolis andaluza de un partido régimen en toda su enjundia hasta que se coloca el microscopio en una de las agencias y se verifica, como en la Faffe, que la mayoría de sus empleados lo son por ser militantes o parientes socialistas, al igual que en el resto de tramoyas donde impera el mismo familismo.

Esto hace plenamente actual la reflexión de Galdós en su novela Miau sobre la figura de aquellos cesantes cada vez que se registraba relevo de gobierno en la Restauración alfonsina.

«¿Qué ha sucedido aquí? Lo natural, lo lógico en estas sociedades corrompidas por el favoritismo. ¿Qué ha pasado? Que al padre de familia, al hombre probo, al funcionario de mérito, envejecido en la Administración, al servidor leal del Estado que podría enseñar al ministro la manera de salvar la Hacienda, se le posterga, se le desatiende y se le barre de las oficinas como si fuera polvo».

Si Joaquín Costa se lamentaba de cómo la misma Revolución de 1868 que había derrumbado el trono del monarca para preservar incólume la poltrona del cacique, sin cuya voluntad y beneplácito no se podía hacer nada, otro tanto acaece con la perversión del Estado de las Autonomías. Bajo el noble propósito de acercar los órganos decisorios a los administrados, se reinstaura un cacicato de nuevo cuño detrás del cual se parapeta una oligarquía que impone como antaño su arbitrariedad al despachar expedientes y al alistar empleados públicos hasta falsear el sistema.

Los virreinatos autonómicos, como alertaban los Padres Fundadores de EEUU Madison y Hamilton con respecto a las pequeñas repúblicas, abonan la corrupción al ser más fácil que un grupo se apropie del poder y de la riqueza. Al igual que aquel que fustigara Costa, este cacicato posmoderno usa su poder en provecho y apoyo al partido personificado en quien dispone de maniquíes a sus órdenes en cada demarcación trenzando una tupida red de «intereses creados».

Como el usurero de Los Pazos de Ulloa, Griñán puede cerrar el puño presumiendo de tener Andalucía así. Goza de la indiferencia de un electorado que juzga los abusos y fechorías en función de que el autor sea de los nuestros o de los otros. Ello hace impune el nepotismo y la corrupción. Basta colocarse el disfraz ideológico para que la gente tolere (o aplauda) la mayor tropelía. En caso de apuro, se escoge un cabeza de turco o se crea un enemigo externo al que combatir para que un régimen al desnudo aparente estar vestido, como al rey del cuento. Ya lo decía Bertolt Brecht: «Primero la comida, luego la moral».

Más en esta Andalucía en la que su estructura clientelar se ve fortalecida porque uno de cada cuatro ciudadanos vive de la nómina pública. Si se les suman jubilados, parados y quienes no tienen intención de trabajar, sólo dos y bajando de sus 8,4 millones de habitantes generan actividad productiva. Añádasele su grado de dependencia ante una administración intervencionista, cuyo gasto se aplica en perpetuarse, haciendo que los beneficiarios de esas políticas clientelares superen en número a quienes las costean. Así las cosas, se entiende que Andalucía siga a la cola del desarrollo y gobernada por el PSOE desde el inicio de la autonomía. Por mor del neocaciquismo, Andalucía se condena a la postración y a una dependencia que le impide desatascar el bloqueo político, sometida a la demagogia y al populismo. Ofrecer dependencia, en vez de independencia es un seguro de vida electoral para un partido político, pero no hay país que prospere si sus habitantes no producen ni ahorran en manos de instituciones transparentes, sin corrupción, que garanticen la seguridad jurídica y el respeto a unas reglas de juego claras.

El régimen al desnudo

 

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