Jose María de la Red Mantilla

JOSE MARÍA DE LA RED.

En 1992 el fiscal Di Pietro decidió investigar una trama de corrupción en Italia. El asunto adquirió pronto dimensiones astronómicas, hasta el punto de que el Secretario General del Partido Socialista Italiano, huyó a Túnez para evitar su detención y procesamiento.

El vendaval político de la Tangentópolis supuso la extinción de los dos grandes partidos italianos: La democracia Cristiana y el Partido Comunista. Un empresario oportunista, Berlusconi, que controlaba los medios de comunicación más influyentes en la opinión pública italiana, asumió la regeneración de la “democracia” italiana, pero sin llevar a cabo ninguna reforma constitucional que reestructurara la relación de poder.

La única diferencia, en este sentido, entre Italia y España es que, mientras Italia es una República parlamentaria de partidos oligárquicos de Estado, España es una monarquía parlamentaria de partidos oligárquicos de Estado; pero en ninguna de las dos naciones sus leyes políticas consagran los principios, valores, ideales y dogmas de la democracia. En ninguno de los dos países existe división de poderes desde el origen, y españoles e italianos tenemos vedado el pleno ejercicio de nuestros derechos políticos democráticos.

Unas organizaciones interpuestas, los partidos políticos, han usurpado la voluntad política de los ciudadanos mediante mecanismos idénticos en ambos países:

Las listas electorales, abiertas o cerradas, que atribuye a los partidos el poder de presentar las listas, y a sus oligarquías el de componerlas.

Un sistema proporcional de reparto de los escaños, en detrimento del sistema mayoritario.

Un régimen de indivisión de poderes en el que, teóricamente, es el poder legislativo el que determina y configura los demás poderes del Estado. En realidad son las oligarquías de los partidos con mayoría parlamentaria las que desde el gobierno someten a sumisión al legislativo y al judicial.

El fenómeno Berlusconi ha elevado el nivel de corrupción en Italia a cotas insoportables, sin pudor alguno ha dictado leyes cuya única finalidad ha sido mantener en la impunidad a los defraudadores y corruptos, el primero de ellos el propio Berlusconi.

Los últimos casos de corrupción en España han hecho que la sociedad, sometida a rigurosas e inclementes medidas económicas de control de déficit público, se muestre altamente crítica con los partidos y la clase política, hasta el punto de que muchos analistas temen una explosión de la ira ciudadana.

Tan fundado temor, ante la posibilidad de que los dos grandes partidos (PP y PSOE) pierdan su preeminencia electoral, y con ello se resquebraje la base donde se asienta la partidocracia, ha alertado a quienes, favorables a reformas políticas, temen que las consecuencias políticas de la crisis suponga el advenimiento al poder de un Berlusconi hispánico.

Pero la general ignorancia, e incluso su desprecio, de los principios, valores, ideales y dogmas de la democracia, hace que las propuestas reformistas que habitualmente se escuchan, así como las ideas de regeneración democrática, perpetúen el régimen político corrupto, al hacer caso omiso tanto del pleno ejercicio de los derechos políticos democráticos como de la división de poderes.

Las propuestas de un consenso sobre transparencia no contienen otra cosa que una apelación al “buenismo” en el seno de los partidos y un acicate para que preserven con mayor seguridad la clandestinidad de las contabilidades paralelas y el encubrimiento de la corrupción.

Las que se refieren a las listas abiertas no acaban de darse cuenta de que, en gran medida, el origen de la corrupción está precisamente en las listas, abiertas o cerradas, al poner en manos de las oligarquías partidistas la composición de las mismas.

En democracia el postularse candidato en cualquier convocatoria electoral es el derecho de cada ciudadano, que únicamente debe acreditar ante la autoridad electoral su identidad y certificar no estar suspendido por sentencia condenatoria firme en el ejercicio de sus derechos políticos, sin necesidad de someterse a la autoridad de una oligarquía partidista que decida su inclusión en la lista.

Quienes hablan de regenerar la democracia no reparan en el hecho de que algo que no ha existido no puede regenerarse, sino generarse. Las propuestas de regeneración no se refieren, pues, a la democracia, sino a la partidocracia; y consiste en el saneamiento, lavado de imagen, de la clase política; excluyendo de la misma a quienes hayan sido sorprendidos en casos de corrupción.

 

En este sentido se produce una modificación en el discurso político habitual que aplica al orden político un principio exclusivo del orden jurídico penal, cual es la presunción de inocencia.

Este discurso ha llegado incluso a proponer que la ciudadanía no critique los casos de corrupción para evitar una condena social previa a la condena o absolución de la Justicia, lo que supone amordazar a la libertad de información y la de opinión, olvidando que la quiebra de la presunción de inocencia está exclusivamente en manos  de los jueces al dictar, conforme a ley, sentencia; y que los medios de comunicación son responsables ante la justicia de las informaciones que publiquen, como los ciudadanos lo somos de nuestras opiniones.

Con tales propuestas el entramado institucional que esta en el origen y ha dado cobertura a la corrupción resultaría inalterado. La consecuencia sería que, en lo sucesivo, la corrupción habría de discurrir por cauces más discretos, menos burdos, y que, quien a pesar de ello, resultara sorprendido en causa de corrupción sería cesado o dimitiría automáticamente, sin esperar a resolución judicial alguna.

En definitiva, un nuevo consenso sobre la autodefensa y autorregulación de los intereses partidistas de la clase política, con olvido, siempre, de la libertad de los ciudadanos.

Otros, mas osados, proponen la convocatoria de elecciones constituyentes, con las que pretenden, entre otras cosas, que los ciudadanos nos pronunciemos sobre la forma de Estado: Monarquía o República, o el supuesto derecho a decidir la independencia de las llamadas nacionalidades históricas en referéndum en el se sometiera a la aprobación de los ciudadanos una nueva constitución.

La nueva constitución sería, sin más, una propuesta, más o menos consensuada, por los partidos con presencia en el parlamento, elegidos con las mismas leyes electorales antidemocráticas,  es decir unas cortes constituyentes sumisas a las mismas oligarquías partidistas que han incurrido en corrupción, y no el fruto de un periodo previo de Libertad constituyente en el que los ciudadanos pudiéramos debatir con libertad los principios, valores, ideales y dogmas de la democracia y contrastarlos con las demás ideas políticas.

Los ciudadanos no podemos esperar de la clase política nada que nos conduzca a la democracia, nada que suponga el reconocimiento el pleno ejercicio de la libertad política por los ciudadanos y la separación de poderes como fundamento del orden constitucional.

Seremos los ciudadanos, y únicamente los ciudadanos independientes de toda oligarquía partidista, los que tendremos que fundar la democracia como sistema político. Y eso sólo se alcanza divulgando los principios, valores, ideales y dogmas de la democracia para que sean asumidos y defendidos por la mayoría de los ciudadanos.

 

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