Rafael Martin Rivera

RAFAEL MARTÍN RIVERA.

La contumaz obsesión por la demanda, consumo e inversión, conforme al modelo «neomarxista» transformado en socialdemócrata, nos ha dejado lo que Schumpeter denominara la «keynesificación de Marx o marxistización de Keynes», haciendo un flaco favor a ambos, pero sobre todo a Lord Keynes que, al parecer –según una de sus propagandistas más fervorosas, Joan Robinson– tenía dificultades para ver «cuál era la esencia de su revolución»; acaso lo de «Lord» le impusiera ciertas limitaciones de orden «ideológico» o «social», quién sabe. Sea como fuere, gobiernos de cualquier pelaje ideológico o nación, gurús de procedencia conocida o no, académicos y profanos, e instituciones y organizaciones financieras y económicas de todo orden, se han sumado al carro del gasto como la gran panacea de la recuperación económica. Hoy no hay persona que ponga en duda –o si las hay son las menos– que sin gasto pueda haber recuperación y sin demanda pueda haber crecimiento. En suma, nadie se atreve a negar los postulados analíticos centrales de la «gran biblia económica» de la «Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero» –y muchos, aún sin haber oído ni por asomo semejante título–, esto es, que las crisis económicas son en esencia un problema de demanda efectiva insuficiente y que la sustitución del gasto privado por el gasto público o el aumento de aquél gracias a políticas fiscales o monetarias expansivas, son la receta milagrosa. ¿Quién dijo alguna vez la palabra «ahorro»? ¿Dónde quedaría enterrado semejante concepto? ¿Quién dijo alguna vez que la inversión y el consumo se financiaban con ahorro? ¡Vaya broma! ¡Una guasa de la economía real para aburridos, tristes y agoreros! Quedémonos con lo metafísico, lo alegre y olvidemos lo obvio: nos cargamos el ahorro, y financiamos la inversión con el consumo que por un extraño efecto esotérico multiplica la renta nacional por cinco. Es más nos cepillamos la Ley de Say y nos inventamos que toda demanda genera su propia oferta, y no al contrario. Cosas de la socialdemocracia –ya sea con la «derecha perro-flauta» ya con la «izquierda capitalista»– que gusta vender alegría por doquier.

En éstas, desde Christine Lagarde al genio de «las políticas de crecimiento» François Hollande –verdadera revelación económica del mundo occidental–, todo paisano reclama más gasto, más consumo, no sin más impuestos claro. No es ninguna nueva ecuación algebraica disparatada ni ninguna guasa: Impuestos es igual a consumo más inversión. Es lo que venimos viendo en el último siglo con gran «éxito» en su aplicación, obviando alguna notable excepción, y no sin reservas, del tipo Thatcher-Reagan. Pues si seguimos a pie juntillas la «biblia económica», la revelación del milagroso efecto multiplicador –dicen los profetas– sólo se produce cuando se aumenta el gasto público y los impuestos, o tiene lugar la conjunción planetaria entre Plutón y Saturno entrando en Sagitario, y Escorpio está en la casa VII, que para el caso debe ser lo mismo. De ahí que a nadie se le ocurra ni por asomo hablar de reducción del gasto ni reducción de los impuestos: ¡Anatema! Eso son cosas de los herejes neoliberales que habría que echar a la hoguera.

Y como la marea Hollande no tiene parangón en eso del tirón mediático, la Unión Europea, pese a la mala de la película, Angela Merkel, se apunta también al tándem gasto-impuestos con afirmaciones del género: «las reformas estructurales tienen un carácter más bien deflacionista, cuando lo que se necesita es aumentar el gasto de manera selectiva en materias que fomenten la demanda y generen expansión». Vaya, más de lo mismo, no sin los consabidos bajos tipos de interés y más flexibilización del crédito, más financiación a la carta, barra o menú, BEI y fondos estructurales con efecto multiplicador (10.000 millones de euros que habrán de convertirse en 60.000 millones de euros, como los panes y los peces), e ideas peregrinas del tipo Tasa Tobin reinventada para transacciones financieras, rescates y cortafuegos, bancos malos, mutualización de la deuda o intervención y compra de deuda soberana, eurobonos y unión bancaria. En definitiva, lo que el profesor Huerta de Soto llamaría seguramente «apagar incendios con lanzallamas» y que unos y otros –hasta ministros de exteriores al servicio de la «Marca España»– reclaman con verdadera pasión incendiaria.

Pero lo de España casi mejor lo dejamos para otro artículo de este folletín «postkeynesiano» por entregas, pues da para mucho, y tanta chanza nos proporciona desde esa singular perspectiva antes esbozada de las mal llamadas «políticas de austeridad» con saqueo generalizado a base de impuestos y tasas, y anunciadas «políticas de crecimiento», gasto, reformitas de cuarto y mitad, y ayuditas para emprendedores de medio pelo y amiguetes del lugar.

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