Martín Miguel Rubio

MARTÍN-MIGUEL RUBIO.

A Luisito el maestro le había mandado copiar cuarenta veces la sentencia de Panecio de que “lo verdaderamente útil coincide con los honesto”, y Luisito se llenó de odio bárquida contra el magister mientras cumplía el castigo en el tiempo del recreo. ¡Se quedaba sin comer el bocadillo de chorizo ibérico que su madre le había preparado! ¡Con el hambre que tenía! Y encima se iba a quedar sin jugar con Mariano, con los buenos chistes que éste sabía contar siempre. Y no podía burlarse ni martirizar a los empollones más pusilánimes de la clase, como Miguel, Sergio y Marco Antonio. Decididamente Don Eusebio era un rojo muerto-de-hambre al que su padre le tenía que decir un par de cosas si quería seguir en aquel colegio de claretianos.

Aunque decididamente malvado, Luisito Bercianos  había nacido para las finanzas, y era seguro que tenía un talento natural para hacerse rico. Su primer gran triunfo financiero lo tuvo en el propio Colegio y, lejos de desprestigiarle y suponerle un precedente negativo, le confirió una aureola de un gran hombre de negocios en ciernes entre las grandes familias de su ciudad. Sin duda su audacia criminal lo merecía. Es el caso que la asistenta que trabajaba en su casa era hermana de la conserje que atendía al teléfono y a otros menesteres administrativos en el Colegio. Por una feliz casualidad de un papel de calco que vio el propio Luisito en la papelera de la conserjería descubrió que Don Eusebio, a fin de quedarse con la copia de los exámenes que mecanografiaba y mandaba a sus alumnos, utilizaba un papel de calco, que luego arrojaba con discreción a la papelera que vigilaba la hermana de la criada de la casa de Luisito. Luisito vio en seguida en esto una mina de oro, y comenzó a vender los exámenes de Don Eusebio registrados previamente en los papeles de calco. Los vendía por diez duros. Para evitar que los compradores más generosos se los dejaran gratis a otros o, lo que es peor, los revendieran, aseguró la lealtad de los compradores mediante la violencia que podía imponer su amigo Antonio Ollero Cascos, fuerte y brutal, ligón consumado, a quien compensaba con un 15% de los dividendos, y la amistad prestigiosa del mejor estudiante de la clase, Mariano, el niño más inteligente y estudioso, a quien todos los fines de semana invitaba al cine y a jugar en los futbolines del barrio.

Lo malo es que la conserje, Eduviges, empezó a desconfiar de las repetidas visitas que hacía Luisito a la conserjería, y de los pretextos cada vez más tontos y peregrinos que ponía con intención de saludarla. Que si su hermana hacía las patatas con pata mejor del mundo, que nadie planchaba como su hermana, que el hijo de su hermana jugaba muy bien al fútbol, que su hermana estaba un poco resfriada, que su mamá había regalado en Reyes unos guantes de piel a su hermana, que hacía frío, que hacía calor, que llovía, que si le pagaban mucho los curas, etc. Y habiendo comenzado a recelar, cayó pronto en la cuenta, gracias a instantáneos reojos, que Luisito siempre miraba en la papelera y que incluso algunas veces metía su mano en ella.

  • Pero, ¿qué buscas en la papelera? ¿No te da un poco de asco? Te advierto que no hay sólo papeles. – Y Luisito, que se vio descubierto con el papel de calco en la mano, se vio obligado a decir algo.

  • Es que me vienen bien estas hojas de calco para otras cosas. Mi padre dice que quien no sabe ahorrar una peseta no sabe ahorrar un millón.

Enseguida vio Eduviges, que no era tonta precisamente, que allí había gato encerrado. Y pronto descubrió toda la verdad, facilitada por las sospechosas reuniones que en algunos recreos Luisito convocaba en el patio del Colegio. Y el sentido de la justicia que latió siempre en el pecho de Eduviges impidió que, a partir de determinado día, a Lusito le fuera ya imposible recoger los papeles de calco de la papelera de la Conserjería, pues que Eduviges la vaciaba en el contenedor de la basura siempre que Don Eusebio echase algún papel en ella. Su lucrativo negocio, cuya última fuente y fundamento ninguno de sus compañeros conocía, parecía condenado a irse al traste. Pero esto no encajaba en el ánimo arrogante e hirsuto del señorito Bercianos, que carente de todo escrúpulo moral, nunca le detuvo ninguna barrera del decoro y, menos, del sentimiento. Es así que utilizó la más deleznable y sórdida habladuría para reiniciar su siniestro negocio ganancioso.

Es así que corría por aquella ciudad provinciana, sin fundamento alguno, el rumor malicioso de que la conserje estaba liada con el Padre Corral, que era el Secretario del Colegio. Todo este chisme venenoso sin sentido se montaba en el hecho de que una vez en que el Padre Corral se encontraba enfermo en la cama la solícita Eduviges entró en su habitación para llevarle un café con leche. Y el hecho de que tardara en salir quince minutos de la misma, según los alumnos internos del colegio, hizo saltar todas las alarmas de la murmuración. ¡Tan tediosa era la ciudad románica en que se enclavaba el Colegio! El asunto lo aprovechó en seguida el resolutivo Luisito mediante el chantaje y las amenazas.

  • Si no me deja inspeccionar la papelera cuando yo quiera todo el mundo se va a enterar de que es usted una perdida, y que está liada con el Padre Corral. Parece mentira que en vez de mostrarme agradecimiento porque mis padres tengan a la inútil de su hermana en mi casa, respalde a ese rojo de Don Eusebio, que no tiene la precaución de deshacerse él mismo de los malditos exámenes que prepara.

  • No podrás conmigo, diabólico y malvado niño. Porque todo eso es una repugnante mentira, propia de una mente maligna y retorcida. Se lo diré al Director para que sepa qué monstruo eres; cosa que ya saben muchos profesores.

  • Al Director es al primero que le interesa que no se llenen cada día las paredes del Colegio con expresiones groseras sobre la relación impropia que tiene usted con un buen sacerdote al que ha seducido. La verdad y la mentira dependen de la opinión. Y a la gente le encantan las historias sicalípticas.

Eduviges tenía suficiente fuerza moral y personalidad para enfrentarse a aquel maligno mocoso y denunciar al Director lo que estaba ocurriendo en el Colegio en los dos últimos meses, pero temía por el buen nombre del Padre Corral, que no estando enamorada de él, sí que le tenía, sin embargo, un enorme aprecio e infinito afecto por su santidad desde tantos puntos de vista – era quien de forma más extrema vivía el voto de la pobreza de entre todos los curas del Colegio -. Pero el muy vaticanista Padre Corral, incansable lector y amigo personal de Hans Küng, estaba enfrentado por su cristianismo comprometido con el mundo con el casi trentino Director, y la propagación de esta infame maledicencia, por muy ridículo que pudiera parecer su fundamento, potenciada por aquel diablillo de maldad sin límite, en aquella chismosa ciudad provinciana y clerical, podía dar ocasión al Director para pedir con alivio y cierta alegría a la Orden el traslado inmediato del Padre Corral a otro Colegio. Y era tanto lo que añoraría Eduviges al Padre Corral…

Es así que Luisito Bercianos retomó su rentable negocio fraudulento y tramposo.

Al final, tras una brillante y misteriosa carrera política, acabó siendo el tesorero de la asociación política con más honor y patriotismo por metro cuadrado de España, como, por otro lado, cabía esperar, acumulando una fortuna en el país de Orgetórix y en el de Perón que ni el triste rey Creso hubiese soñado. Y es que el secreto de su éxito fue siempre el de saber compartir con generosidad su botín entre aquellos que le podían defender frente a la justicia y el decoro.

Existen vidas, sin duda, que acaban teniendo la forma de un camino recto, coherente y sin curvas de desasosegante sentido de culpa, como éste precisamente de Luisito.

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