Martín Miguel Rubio

MARTÍN MIGUEL RUBIO.

Ningún padre fundador de la República Americana tuvo una personalidad tan poliédrica, incoherente, oscura, procelosa, genial, inquietante y compleja como el virginiano Thomas Jefferson. Y habiendo sido, sin duda, el espíritu político que más ha influido en la Democracia Americana, junto al de Alexander Hamilton, quizás las contradicciones palmarias que anidan en ésta se deban a aquél. A diferencia de Washington, Hamilton, Madison, Knox o Jay, que habían comprometido su carrera política en la defensa a ultranza de la Constitución tras el final de la Guerra de la Independencia, Jefferson se mantuvo muy vacilante respecto a la primera Carta de libertad política del Mundo pre-contemporáneo. Incluso ya aprobada gracias a los ímprobos esfuerzos de los otros padres fundadores, Jefferson aún escribía desde París como embajador de la República Americana en Francia, cargo que ocupó durante cinco años, cartas en las que decía cosas como “Hay artículos muy buenos en ella y muy malos”. Más aún, Jefferson deseaba preservar la soberanía de los estados ( el gran escollo que tuvo que vencer la Constitución ) contra la vulneración que suponía el gobierno central.

Cuando actuaba en público como político, primero como Secretario de Estado y luego como Presidente, vestía una ropa informal, casi de forma descuidada. Esta indumentaria sencilla, sus modales suaves, y un aire humilde, sin pretensiones, constituyeron el perfecto traje para un hombre astuto y calculador que se presentaba a sí mismo como el portavoz de la gente corriente. Su padre, el terrateniente Peter Jefferson (que poseía 70 esclavos, 35 caballos, 80 bueyes, 250 cerdos y 8.500 acres), le dio a su hijo una completa educación clásica. Tutorado en casa a partir de los cinco años, Thomas Jefferson marchó a un internado a la edad de 9, que le permitió poseer tan profundos conocimientos en griego y en latín que su biógrafo Dumas Malone sostiene que para Jefferon “los héroes de la Antigüedad eran mucho más reales que los santos cristianos o que las propias figuras históricas modernas”. Estudiaba quince horas diarias, y leía el latín y el griego como el inglés. A su hija le decía: “Es maravilloso cuánto puede hacerse si estamos siempre haciendo”. Bien montando a caballo, tocando el violín, diseñando edificios, traduciendo a Homero, o inventando curiosos aparatos, Jefferson parecía sentir interés por todo. Su filosofía estoica le hizo un político atípico. Escribió una vez: “La manera más eficaz de estar seguro contra el dolor es retirarse adentro de nosotros mismos y alcanzar nuestra propia felicidad”. Ahora bien, su acicalada vida descansaba en la institución de la esclavitud.

A los veintiséis años se casó con una joven viuda, Martha Wayles Skelton, que heredó 135 esclavos tras la muerte de su padre. Este matrimonio bien avenido duró diez años y fue duramente golpeado por la mortalidad de los hijos – sólo dos de sus seis hijos alcanzaron la madurez – y la propia Martha moría a la edad de los treinta y cuatro años en septiembre de 1782. Apartado en Monticello con sus libros, inventos, escritos políticos, traducciones y experimentos, Jefferson llegó a ser un solitario insondable. Nadie como Jefferson dio una expresión más noble a los ideales de la libertad individual y a la dignidad del hombre ni tuvo una confianza más devota a la sabiduría del hombre común. Su vida extravagante le llevó a acumular una deuda exorbitante  de 8.000 libras, que le acompañó hasta su muerte, en 1826, necesitando la venta de 140 de sus esclavos seis meses más tarde a fin de que sus acreedores cancelasen su deuda histórica. Desde luego este acto post mortem no constituye la imagen que al filósofo del hombre común le hubiera gustado dejar a la posteridad.

Cuando Jefferson marchó a Francia en 1784, sucediendo a Benjamin Franklin como ministro de los EEUU – se evitaba todavía la palabra “embajador” como un vestigio de la monarquía – había tenido la experiencia personal de un gobierno absolutista. Para Jefferson en un gobierno así, todo hombre debe elegir entre ser martillo o ser yunque. La vida en París fue el mejor tiempo en la vida de Jefferson; disfrutó París al máximo; vino, mujeres, lujo, literatura, la revolución y el arte. El filósofo del hombre común vivía como un aristócrata del Antiguo Régimen en el Hotel de Langeac, en los Campos Elíseos, que fuese construido para una amante de un rico ministro de Luis XV. El demócrata radical decoró la mansión con rico mobiliario neoclásico, tenía nueve criados y hasta su propio creador de pelucas particular. Compró 3.000 caros libros y 73 cuadros de grandes pintores. Mientras la vida parisina de Jefferson parecía contradecir su política populista, estaba acogido por un grupo de aristócratas ilustrados que mostraban las mismas contradicciones exquisitas. En 1787, una de sus dos hijas, Polly llegó a París en compañía de su esclava de 14 años, de piel de color clara, la famosa Sally Hemmings, que será llamada en Monticello “Encantadora Sally” (Dashing Sally), y que fue más tarde descrita por otro esclavo como “La Todopoderosa casi blanca”, “muy hermosa” y “con una larga melena que le llegaba hasta las caderas”. Jefferson había heredado a Hemmings entre los esclavos de su esposa muerta, y hoy sabemos que Sally Hemmings fue una media hermana de su mujer. No conocemos con certeza si el romance de Jefferson con Sally comenzó en aquel tiempo o después de haber regresado a América. Desde luego en París no fue fiel con esta esclava, ya que el viudo Jefferson se va a dedicar a cortejar a todas las damas casadas que no le cerrasen la puerta. Se conoce el nombre de al menos once amantes; entre las que destacan Maria Cosway, la esposa del gran pintor Richard Cosway, y Angelica Church, la inteligentísima cuñada de quien llegaría a ser con el tiempo un enemigo político, Alexander Hamilton, el primer Secretario del Tesoro de los EEUU, y sin duda el político más genial de su época. Se puede decir que estas dos grandes damas conquistaron el corazón de Jefferson, de suerte que cuando John Trumbull pintó dos miniaturas de Jefferson, siendo ya éste Secretario de Estado, envió una copia a Maria Cosway y otra a Angelica Church. La enemistad entre Hamilton y Jefferson obligó a Angelica Church a elegir entre los dos hombres e, inevitablemente, eligió a su cuñado – que también había sido su amante -. Fue Angelica quien le contó a Hamilton que la esclava de Jefferson, Sally Hemings, había tenido un hijo, Madison, nada más venir de París, cuyo padre era el propio Jefferson. Quedó claro desde entonces para Hamilton que Jefferson no era más que un hipócrita libertino, un santón cínico cuyas austeras apariencias escondían una oculta personalidad sensual, amiga del lujo y el placer (trajo de París los muebles, la porcelana, el oro, la plata, los libros, las pinturas, 137 trajes y 488 botellas de vino francés). En aparente contradicción con su estilo de vida patricio, Jefferson adoraba la imagen de América como un lugar de inocencia arcádica. Respecto a la Revolución Francesa la penetración de Jefferson marró por completo; dos días antes de la Toma de la Bastilla había escrito que Francia llegaría a conquistar la libertad sin derramar una sola gota de sangre, y cuando la guillotina comenzó a derramarla profusamente se permitió hacer chistes frívolos y crueles sobre la elegante moda de no llevar cabeza sobre los hombros y llevarla bajo el brazo.

Cuando regresó a EEUU se hizo amigo íntimo de quien acaba de cortar bruscamente sus relaciones con Hamilton, Jemmy Madison, “Little Jemmy”, como lo llamaba la gente por su pequeña estatura. Madison quería haber sido el “secretario del Tesoro” y al ocupar este cargo su antiguo amigo Hamilton, comenzó su envidia a sembrar odio en su retorcido corazón. Jefferson, ocho años mayor que Madison, comenzó a comportarse como el mentor o tutor de éste, cosa que venía bien a la enfermiza timidez de Madison. La arrogancia y el poder casi absoluto que tuvieron estos dos hombres en la gran Democracia Americana hicieron que el pueblo llamase a Madison “the general” y a Jefferson “the generalissimo”. Es muy probable que esa arrogancia intelectual que tiene la izquierda en los EEUU respecto a los conservadores (sólo hace falta leer a Gore Vidal) venga de esta prepotencia inicial del ala izquierda de la Democracia Americana, que también sigue imitando aquel profundo fariseísmo de hablar de descamisados, pero dejar embarazadas a niñas negras, de pregonar las grandes virtudes de la gente humilde, pero vivir rodeado de un ejército de esclavos, de sostener la libertad de pensamiento, pero perseguir a sangre y fuego, ferro et igni, a los que piensan de otra manera, de derrochar el dinero público, pero ser muy avaros con el dinero propio, de subir los impuestos, pero jamás bajar el bienestar de los que sirven en la Administración, de pensar, en fin, que las naciones y los individuos deben regirse por distinta moral, aquéllas pueden no pagar las deudas a sus acreedores, pero éstos sí deben pagarlas siempre, como si el crédito de los ciudadanos no se fundase en lo mismo que el de las naciones, que es el de devolver hasta el último céntimo el dinero que un día te prestaron porque se lo solicitamos. Es decir, un crédito fundado en la misma práctica continuada de la decencia.

Thomas Jefferson llegó incluso a mercadear con Hamilton la elección de diez millas cuadradas al lado del Potomac para fundar la capital de los EEUU, renunciando el virginiano a su veto contra la ley hamiltoniana que hacía que el Gobierno federal pudiera imponer impuestos a todos los americanos, a cambio de que Hamilton renunciase a su vez a que Nueva York fuese la capital permanente de los EEUU. La cosa tiene sus recovecos turbios cuando Madison, el incondicional camarada de Jefferson, había comprado suelo muy barato en el Potomac que pronto ( después de los diez años en que la capital de Pensilvania, Filadelfia, fue la capital provisional) se revalorizaría por encima de más de mil veces. Contradicciones de la más pura Democracia del mundo.

 

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