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RAFAEL MARTÍN RIVERA.

A nadie se le escapa que si alguien tiene la facultad y capacidad para convocar una huelga, ese alguien son los sindicatos y no cualquier ciudadano. No en vano nuestra Constitución regula este «derecho» conjuntamente con el «derecho de sindicación» dentro del mismo artículo 28, párrafo segundo y primero, respectivamente. Tampoco es en vano que nuestro ordenamiento regule la «libertad sindical» atribuyendo a los sindicatos los más amplios derechos, y ni un sólo deber u obligación, y que si de algo se preocupa la Ley Orgánica del mismo nombre es de dar la mayor protección a la «acción sindical» sin cortapisa alguna. En este contexto, no resulta extraño, que el ejercicio del «derecho de huelga» tampoco haya encontrado freno normativo alguno, ni haya sido aprobada la preceptiva ley orgánica que lo regule, en treinta y cinco años de vigencia constitucional. Sin duda, ha sido preferido, que no preferible, dejar su ejercicio en el limbo jurídico de nuestro ordenamiento, dentro de esa nebulosa constitucional en la que todo cabe, para permitir la extorsión, las amenazas, el delito de lesiones, el sabotaje, los estragos, los desórdenes públicos y los atentados contra la propiedad privada y la libertad de las personas, sin encontrar ni siquiera hueco en la exigua Ley Orgánica reguladora del derecho de reunión que, en sus limitados once artículos «cuela» a escondidillas el ejercicio de un supuesto y genérico derecho a manifestarse que no existe definido como tal, sino veladamente en el vago concepto del «derecho de reunión» en lugares de tránsito público. Sea como fuere, y para no liarnos con disquisiciones jurídicas, cuando los «piquetes informativos» acosan a un pequeño comerciante y le rompen los escaparates, apedrean un autobús público o queman un contenedor, ni es manifestación, ni es reunión, ni es cosa alguna que encuentre cabida en marco regulador adecuado para la limitación de semejantes desmanes. No es sino el ejercicio supremo y legítimo del «derecho de huelga» y de la «acción sindical».

La tan traída y llevada aplicación del preconstitucional Decreto-Ley de 1977 sobre relaciones de trabajo, inútilmente «parcheado» por el Tribunal Constitucional, es tan onírica como alegar la Sentencia «parche» 11/1981 que dice una cosa y la contraria con una facilidad pasmosa. Y en éstas, todavía alguien se sorprende cuando los sindicatos arguyen que el «derecho de huelga» prevalece sobre cualquier otro derecho.

Así, mientras dicho derecho, junto con el de sindicación, se reconoce en el Título I, Capítulo II, Sección I «De los derechos fundamentales y de las libertades públicas», con el máximo nivel de protección constitucional, y equiparable al derecho a la vida, la libertad de culto e ideológica, el sufragio universal o las garantías procesales y penitenciarias, otros derechos como el derecho a la propiedad privada, el derecho y el deber al trabajo –sí bien digo, el «deber de trabajar» (artículo 35 de la Constitución)–, o la libertad de empresa, quedan supeditados a los anteriores, incluyéndose en ese cajón de sastre de los «derechos y deberes de los ciudadanos» siempre precedidos por esa famosa expresión constitucional de «la ley regulará», o ni eso. Ya no hablaremos de los denominados «principios programáticos» del Capítulo III –totalmente alejados del amparo constitucional otorgado a los citados «derechos sindicales»– como son la protección de la infancia, de la salud, de los disminuidos físicos, sensoriales y psíquicos, o de la tercera edad.

Ahora que sabemos a quién protege nuestra Constitución, contemplemos quiénes constituyen el basamento natural e instrumento fundamental de la «acción sindical» y del «derecho de huelga», que no son, ni muchos menos, todos los trabajadores, ni siquiera todos los trabajadores por cuenta ajena, sino sólo aquéllos que «colocando su contrato de trabajo en una fase de suspensión» –como eufemísticamente reza la Sentencia «parche»– son capaces de crear la suficiente presión –véase, chantaje o extorsión– al resto de la sociedad –y no sólo al supuesto empleador–, como para que sus pretensiones –las que se les antoje– sean tenidas en cuenta.

Privilegio pues –que no derecho–; y perversa arma política, en manos de sindicatos y de determinados colectivos que, alejada de cualquier reivindicación laboral, puede plegarse a cualquier finalidad o razón, bajo el amparo constitucional, por muy ilegítima que sea.

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