EDUARDO ZUGASTI.

A mediados de los años noventa del siglo pasado James Petras publicó un artículo, La autodeterminación, una gran decepción, en el que describía su decepción por las consecuencias geopolíticas del llamado “derecho de autodeterminación de los pueblos”. Fue una reflexión que disfrutó de bastante difusión en su momento, debido a que procedía de una personalidad distinguida de la “izquierda” marxista, que tradicionalmente había aceptado la autodeterminación como una parte de la constelación de sus valores: “Quienes alcanzamos la madurez política en los años 60 creíamos firmemente que la autodeterminación de las naciones era un derecho sagrado que debía apoyarse por doquier y en todas las épocas”. Para los que por entonces nos identificábamos como “ilustrados” y liberales (antes de que esta palabra se asociara con seguir a un locutor radiofónico o con la retórica libertaria antiestado), y leíamos a Gellner, Hobsbawm, Aranzadi o Juaristi, también resultó ser un punto de vista interesante. No sé qué pensará ahora Petras de este tema, y la verdad es que no me interesa averiguarlo.

 

Estatua a John Adams en Bilbao

El hecho es que más de una década más tarde, la “izquierda” en España sigue sin librarse del todo del encanto de la autodeterminación. Senserrich, por ejemplo, reprocha a los independentistas porque empleen el término “autodeterminación”, pero se muestra muy comprensivo con la cuestión de fondo, la secesión: “Es algo perfectamente legítimo, ningún problema con ello”.

A mí, en cambio, que un grupo de individuos intente apropiarse unilateralmente de un territorio de mi país, España, saltándose las leyes fundamentales, simplemente porque se consideran “autóctonos”, me jode bastante, no me parece legítimo, y sí tengo un problema con ello. Ni la autodeterminación ni la secesión son derechos, fuera de circunstancias excepcionales, y no son reconocidos como tales por la legislación de ningún país democrático. Ni siquiera por los EE.UU. La Declaración de Independencia puede proclamar toda la filosofía cosmopolita que quiera, pero -enteraos de una vez- la constitución de los EE.UU prevee mecanismos únicamente para ampliar la Unión, no para cortarla en rodajas. El tribunal supremo de los EE.UU de hecho ha declarado inconstitucional la secesión, ya que es un país serio.

Por lo visto, ahora un grupo de independentistas catalanes, el “Col·lectiu Wilson”, ha presentado una iniciativa inspirada en el legado político de Woodrow Wilson, vigésimo octavo presidente de los EE.UU, premio Nobel de la paz y creador de la fallida “sociedad de naciones”. Efectivamente, Wilson fue un presidente despreciable, un supremacista blanco partidario de la segregación racial y un amigo íntimo del Ku Kux Klan. Por desgracia, la influencia de Wilson ha sido duradera, como reconoce Henry Kissinger: “Woodroow Wilson era la encarnación misma de la tradición del excepcionalismo norteamericano, y originó la escuela intelectual predominante en la política exterior norteamericana” (Diplomacia, Ediciones B). Es bien sabido que este hipócrita idealismo internacionalista en la práctica nunca ha impedido que los EE.UU tuvieran “carta blanca” para intervenir en el exterior cuando el interés nacional estaba en peligro, decidiendo en cada momento qué “autodeterminación” convenía y cuál no.

La verdad es que el papanatismo anglosajón de los nacionalistas periféricos no es una novedad, como muestra la reciente decisión de los seguidores de Sabino Arana de elevar en plena gran vía bilbaína una extravagante estatua a John Adams, en agradecimiento por haber incluído a Vizcaya entre las “repúblicas democráticas” europeas. Lo que no se subraya en el monumento es precisamente que Adams fue invitado (a Vizcaya, no a Euskadi) por Diego de Gardoqui (1735-1798), embajador y patriota español que sí contribuyó substantivamente a la revolución americana, y que de hecho tiene una estatua erigida en Filadelfia, “presente del Rey de España”.

En fin, si es fácil explicar por qué unos ideólogos papanatas escogen a un político racista como referente, o se dejan engatusar por cualquier panfletillo americano que en apariencia dice cosas agradables sobre ellos, no es tan sencillo explicar por qué los científicos políticos siguen tomándose cosas como el “derecho a la autodeterminación” o el “derecho a decidir” en serio. Casi todos los científicos políticos interpretan la idea del “contrato”, tal como aparece en Hobbes o Rousseau, como una suerte de abstracción pedagógica para intentar entender el origen de las sociedades, no como un hecho histórico. Nadie piensa en serio que las naciones y los estados surjan de las decisiones conscientes de los agentes humanos reunidos en una asamblea primordial. Más razonable es suponer que hay una “coalescencia”, para decirlo al modo de Morgan, en la que distintos factores ambientales (históricos, económicos, ecológicos, etc) convergen para dar origen a un nuevo estado.

Los estados no surgen ex novo de la mente de agentes racionales ilustrados o de un “alma del pueblo” preexistente. No son “creaciones” de la nada. El símil entre nacionalismo y creacionismo de hecho ya fue empleado por Gellner, aunque él asociaba el enfoque llamado “primordialista” con el evolucionismo, y el enfoque “modernista” con el creacionismo. Lo que venían a decir los primordialistas es que las naciones políticas no son meramente “creaciones” modernas, sino algo así como “fenómenos ancestrales que datan de tiempos antiguos y representan una suerte de tendencia natural de las sociedades”.

Hoy en día, sin embargo, con prácticamente todo el territorio del planeta Tierra repartido entre distintos estados soberanos, acaso con la excepción de la Antártida (?) y de territorios marginales ocupados por sociedades sin estado, todavía tiene menos sentido explicar el nacimiento de un nuevo estado mediante las decisiones autónomas de agentes individuales reunidos en asamblea ni mucho menos mediante un “alma del pueblo” que toma conciencia en un proceso de decisión colectivo. Para decirlo claramente, la hipotética independencia de Cataluña o el País Vasco jamás se podría describir, una vez consumada, como una “autodeterminación”, sino como una secesión de la soberanía española preexistente. El hecho de que se prefiera un término como “autodeterminación” al de “secesión” no es una elección inocente, es una decisión ideológica y propagandística con la que se pretende enmascarar la secesión y la destrucción de la soberanía nacional española.

Que un científico político invoque hoy conceptos como “derecho de autodeterminación” o “derecho a decidir” es indecente e imperdonable. Es como si un biólogo intentase explicar los procesos de la vida apelando al élan vital. Es la secesión, estúpidos, la secesión.

 

Blog de Eduardo Zugasti.

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