PATRICIA SVERLO.

El paso siguiente a la “reforma sin riesgo” que planeaba el entorno de Juan Carlos continuaba siendo conseguir la dimisión de Arias Navarro, que no habría podido ser nunca un líder de la derecha capaz de vencer en las urnas. Y seguir adelante con el proyecto de un partido de derechas gubernamental. Torcuato Fernández Miranda insistía cada vez más ante el rey, pero Juan Carlos no podía: “No sé cómo hacerlo. Continuamente dice que él es el presidente porque así lo quiso el Caudillo, que él pensó dejarlo y que yo he sido quien le ha comprometido en una tarea que ahora tiene que concluir.., y que él no dimite, que si lo creo conveniente que le dé el cese… Todo esto me cabrea“.

La cuestión era saber si, en un momento tan delicado, el Consejo del Reino se podía meter en una decisión así. El General Armada decía que sería un error muy grave, que más bien complicaría las cosas en lugar de resolverlas. El rey, dominado por una irritación creciente, no dormía, tenía la tensión por las nubes… En abril, Arias continuaba hablando por televisión, que era su foro favorito para dirigirse directamente al pueblo, para decir: “Estamos en la vía de la reforma“. ¿Qué se podía hacer? La solución acabó llegando de los Estados Unidos. Después de un viaje oficial a este país, iniciado a finales de mayo, el rey volvió reconfortado y con la decisión del cese de Arias, dispuesto a enfrentarse con las consecuencias que podría tener. Además, ya venía con una parte del trabajo hecho. En una entrevista concedida al Newsweek, calificó a Arias de “a unmitigated disaster” (‘un desastre sin paliativos’). Era el primer paso para forzar la dimisión. En total, Arias estuvo siete meses en el cargo. La escena del cese en el Palacio de Oriente fue muy violenta. Llegaron a forcejear físicamente cogiéndose de la solapa. Pero oficialmente fue una dimisión, firmada el 1 de julio de 1976 por el mismo Arias. Al día siguiente, como compensación, el rey le otorgó por decreto el título de marqués con “Grandeza de España”, un envoltorio para sacarlo de la política y aparcarlo en el museo de cera de la historia del ascenso al poder del propio rey.

Desde febrero, Torcuato y el rey ya habían empezado a pensar en el sucesor de Arias. Los nombres que más sonaban eran los de Manuel Fraga y José María de Areilza, dos políticos competentes del Régimen y comprometidos en los nuevos planes de la reforma. Pero a Fernández Miranda no le gustaban. Fraga tenía sus propios recursos de poder y para Torcuato era más un adversario político que un posible candidato. Areilza también tenía su personalidad e ideas propias. No habría sido nunca un segundo de Torcuato. Como condición fundamental, según Fernández Miranda, el nuevo presidente tenía que ser un servidor leal de un proyecto ajeno –el suyo–, alguien “disponible” y “abierto a las ideas directivas”, en palabras suyas. Incluso sugirió al rey que tendría que hacer — fuese quien fuese– un pacto, un acuerdo formal mediante el cual el presidente del Consejo del Reino (Torcuato) y el futuro presidente se comprometerían ante el rey a desarrollar un plan político concreto (el suyo). Al Borbón, con esa intuición para advertir situaciones que pusieran en peligro su poder que lo caracterizó siempre, este punto le pareció un poco excesivo. Prefirió mantenerlo todo en un terreno informal: “El pacto lo acabamos de hacer tú y yo“, dijo a Torcuato. El hombre escogido fue Adolfo Suárez. Vieron en él ambición y capacidad política para la acción. Juventud, encanto y “carisma para ganar elecciones”, la fórmula yanqui de la “democracia”, una patente exportable que funcionaría como una franquicia. Suárez estaba manifiestamente dispuesto a dejarse llevar por Torcuato, o por lo menos eso había estado demostrando durante los últimos meses, como “submarino” del presidente de las Cortes en el Gobierno de Arias Navarro. Y era una persona aceptada por la banca, por el Movimiento, del cual era secretario general, y por el Ejército, profundamente satisfecho por sus actuaciones en Vitoria y Montejurra como ministro interino de la Gobernación. Es decir, prácticamente perfecto. Después les fallaría, cuando –como decía Torcuato- – “quiso volar solo“. Pero esto por el momento no lo preveían.

 

Torcuato Fernández Miranda tuvo que hacer una compleja maniobra política para introducirlo en la terna de candidatos que el Consejo del Reino tenía que presentar al rey, junto con Federico Silva y López Bravo. El mérito, al parecer, consistía en conseguirlo sin que adivinaran que Suárez sería el escogido. Pero aquello de la terna era, al fin y al cabo, una pura formalidad heredada de Franco, que solía dictar los nombres que quería que salieran en las listas sin el menor asomo de problema. El rey habría podido hacer lo mismo, sin que Torcuato se hubiera tenido que esforzar tanto por mantener la intriga hasta el último momento.

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