PATRICIA SVERLO.

Tras la transmisión de poderes, para dar los primeros pasos, el equipo del rey seguía necesitando como el aire que respiraba –quizás más que nunca– encuestas y estudios de prospección que les indicaran por dónde habían de ir. Hacía falta reinventar la monarquía para ponerla en marcha. Juan Carlos le explicó una vez a Santiago Carrillo que durante veinte años había tenido que “hacer el idiota, lo que no es fácil“. No se refería al hecho de que hubiera fingido adrede ser un mal estudiante ni nada parecido, sino que se había visto obligado a dar a entender que estaba con el Régimen, y lo cierto es que lo había hecho tan bien que todo el mundo había creído que era un fascista de verdad. Ahora era necesario rectificar. Pero si, como decía, no le había resultado fácil hacer el idiota, a estas alturas sería mucho menos fácil convencer España de que no lo era.

No había ninguna certeza de que el pueblo aceptara a ojos cerrados la monarquía. Pero las encuestas no sólo servían para valorar cómo estaba la situación sino también para modificar las circunstancias. Los reyes se habían de comportar de acuerdo con los deseos de la opinión pública.

Todas las actividades oficiales y privadas que llevaran a término se programarían en función de esto. Y para conseguirlo, en La Zarzuela contaban con un equipo de sociólogos que trabajaron en estrecha colaboración con la Secretaría General. Estaba Jorge Miquel, del Instituto Gallup, y Juan Díez Nicolás, que tuvo varias empresas de sondeos de opinión y fue un precursor de estas técnicas aplicadas a la política. Uno tras otra se tomaban muestras de opinión para examinar cómo iba evolucionando la valoración de la institución, en función de los acontecimientos de la Transición.

1976 Fraga y CarrilloEn este contexto también tuvo una relevancia especial el GODSA (Gabinete de Orientación y Documentación SA). En la Comisión de Estudios, uno de sus departamentos, los técnicos preparaban, entre otros cosas, informes de temas de interés y entrevistas a políticos que después entregaban a la prensa, sin tener que contar con los políticos, y ni mucho menos con los periodistas que después las firmarían. Pero la tarea del GODSA no se limitaba a un simple “trabajo intelectual”. Iba mucho más allá. El “GODSA político-militar”, como lo han denominado algunas personas, era un invento de Fraga en la época de “la calle es mía” como ministro de la Gobernación. Y su función primordial era luchar, en una especie de continuación de la “Operación Lucero“, contra los riesgos que planeaban sobre la monarquía parlamentaria de la primera fase: fundamentalmente, el terrorismo, el separatismo y el republicanismo. Aglutinaba a un selecto grupo de políticos, juristas e intelectuales; pero, sobre todo, contaba con militares vinculados a los servicios de inteligencia del Alto Estado Mayor y del SECED (entre otros, Javier Calderón, que más tarde sería director general del CESID, y José Cortina, mando del CESID implicado en el 23-F en 1981). La vida oficial del GODSA fue breve. Cuando se nombró presidente a Suárez, desapareció formalmente, aunque continuó en la práctica y se convirtió en el embrión de Reforma Democrática, el primer partido de Fraga, con el que después se integraría en Alianza Popular. La mayoría de los militares acabaron destinados en el CESID. Aparte de estos apoyos políticos oficiosos, la monarquía de Juan Carlos en los primeros tiempos llevó a cabo su política oficial a través de un gobierno presidido por Arias Navarro. La “Operación Lolita” del Opus había previsto que Torcuato Fernández Miranda ocupara este lugar. Lo necesitaban para que ellos se pudieran colocar en los puestos de poder. Pero fue el mismo Torcuato quien lo estropeó. El 27 de noviembre ya lo tenía claro. Cuando se reunió con la gente de la operación, que insistía en el hecho de que tenía que ser el presidente, Torcuato se escudó en el rey: “Yo, lo que el rey quiera”. Aun cuando ellos le decían: “Es que el rey hará lo que tú digas”. Lo que pasaba era que a Torcuato se le había ocurrido sobre la marcha un plan mucho mejor que la “Operación Lolita”, para el que tenía que mantener provisionalmente a Arias. Él, mientras tanto, sería el presidente de las Cortes y del Consejo del Reino, sitio que quedaba vacante en aquel momento. Desde allí podría maniobrar para poner en marcha su programa de reformas. Después –ya lo veremos–, hizo todo lo posible para sustituir a Arias, más que por un hombre de confianza suyo, por alguien dispuesto a seguir sus instrucciones. De este modo, él lo controlaba todo y no necesitaba a nadie más de su antiguo equipo.

Como, en efecto, Juan Carlos hacía lo que le decía Torcuato, Carlos Arias mantuvo su sitio y Torcuato Fernández Miranda consiguió lo que quería el 2 de diciembre de 1975. En el acto de toma de posesión del nuevo Gobierno, Carlos Arias afirmó que seguía “perseverando en el Espíritu del 12 de febrero“. Pero el organismo que propuso la iniciativa fue el que se constituyó el 31 de enero de 1976, una comisión mixta del Gobierno y el Consejo del Reino de Torcuato. La tarea de esta comisión era estudiar propuestas sobre el programa de reformas, y las bases para modificar las Leyes Fundamentales. Comenzaron a trabajar sobre los trabalenguas de la Transición: “Los principios fundamentales del Movimiento son inmutables pero no irreformables“, “hay que hacer la reforma sin reformar los principios“, “una reforma dentro de la continuidad“, “una reforma sin aire revisionista“, etc. Lo importante era calcular cómo se podía impedir que la derecha no perdiera nunca el poder. Y las dificultades se materializaban en problemas de orden público, en la oleada sin tregua del movimiento obrero y la oposición de izquierdas para hacerse oír,  que había empezado el 6 de enero con una huelga en el Metro de Madrid y continuó el 12 con otra, esta vez general, también en Madrid, con más de 100.000 personas apoyando a los desempleados (del metal, funcionarios de Correos, empleados de Telefónica…). Por lo general, las reivindicaciones consistían en la petición de aumentos salariales, 30 días de vacaciones al año, jornada laboral de 40 horas… Las asambleas a menudo se celebraban en iglesias. El sindicato vertical de Franco se había hecho añicos y se había revelado que existía un sindicalismo paralelo perfectamente organizado, con claros objetivos políticos, y no solamente laborales.

Protestas en la calle 1976

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