esclavitud

MARTÍN-MIGUEL RUBIO.

   A lo mejor algunos republicanos desesperados y torpes de los EEUU han podido llegar a añorar la “federal ratio” del siglo XIX, que establecía  que el poder político y civil de cinco negros debía equivaler a tres blancos. Con esta ratio el mormón Romney hubiera ganado las elecciones. Y es que la gran Democracia Americana, lo mismo que la Democracia Clásica y la República Romana, cedió en repugnantes concesiones durante demasiado tiempo ante el racismo y su efecto de la aberración imperdonable de la esclavitud, a pesar de que sus “padres fundadores” fuesen enérgicos abolicionistas “más o menos”. Incluso en épocas de desgracias nacionales los americanos más sensibles, honrados y cristianos afirmaban que tales desgracias eran merecidos castigos enviados por el Cielo por su tolerancia durante setenta años hacia la esclavitud. En realidad, el único “padre fundador” coherentemente abolicionista fue Alexander Hamilton, que jamás llegó a tener esclavos (predicó en esto con el ejemplo) y que fue activo miembro de la Asociación de Nueva York a favor de la emancipación, no cediendo jamás ante la inmoralidad ilimitada de la esclavitud. Hamilton, odiado por la plebe y los demagogos izquierdistas, como el villano gobernador de Nueva York, Clinton, que no pudo bloquear la Constitución en su estado, fue, sin embargo, el más grande enemigo de la esclavitud hasta que llegase Abraham Lincoln. Durante la Guerra de Independencia apoyó los baldíos esfuerzos de su amigo John Laurens para emancipar a todos los esclavos de los estados del sur que habían luchado por la independencia. Expresó siempre la inquebrantable creencia en la absoluta igualdad genética de negros y blancos – a diferencia de Thomas Jefferson, por ejemplo, que consideraba a los negros como inferiores por naturaleza e incluso pacientes de una enfermedad genética de la piel, entendiendo la negritud como un tipo de lepra especialmente virulenta, lo que no le impidió tener como amante vitalicia una hermosa mujer negra, Sally Hemings -.

   Por lo que respecta a John Adams, aunque no tuvo jamás ni un solo esclavo y denunció la esclavitud “como un nauseabundo contagio en el carácter humano”, sin embargo como político, temiendo crear disensiones en los estados del sur, se opuso a emancipar los esclavos que se habían unido al Ejército Continental, e incluso se opuso a un proyecto de ley de Massachusetts para abolir la esclavitud. Es decir, si como hombre no contagió jamás su hogar con la esclavitud, trabajando en su casa hombres y mujeres libres asalariados, como político consintió su práctica e incluso impidió los ataques legislativos a la misma.

   En relación con Benjamin Franklin, si bien en sus últimos años fue un valiente y franco presidente de la sociedad abolicionista de Pensilvania, en su juventud y madurez, sin embargo, se dedicó como corredor a hacer ventas de esclavos desde su taller de imprenta en Filadelfia, comprándolos y vendiéndolos para él mismo y para otros. Siempre tuvo uno o dos esclavos para atender su casa, y jamás tuvo problemas de conciencia por haber traficado con esclavos hasta los últimos cinco meses de su vida en que abiertamente combatió la esclavitud.

   Los fundadores de Virginia llegaron a percibir el problema de los esclavos como insoluble, dado que su seguridad económica estaba tan vinculada a la esclavitud. Por la época de la Revolución, George Washington era un amo muy benevolente con más de cien esclavos en Mont Vernon, aunque él fue siempre muy rigorista a la hora de reclamar a los esclavos fugitivos. En 1786, cuando ya poseía más de doscientos esclavos, rehusó romper las familias de los esclavos y juró no comprar un esclavo más. Y llegó a decir al excéntrico y atractivo Robert Morris: “No existe ningún hombre vivo que desee más sinceramente que yo ver un programa elaborado para abolir la esclavitud”. Al final, en su última voluntad, dos años antes de su muerte, Washington emancipó a todos sus esclavos y les dio importantes cantidades de dinero para que tuvieran la posibilidad de llevar una vida cómoda ya libres.

  Como propietario de doscientos esclavos en Monticello y en otras propiedades, Thomas Jefferson fue dolorosamente consciente de la grave incoherencia que existía entre su mente altamente revolucionaria y la sangrienta realidad de poseer todo un ejército de esclavos. No era el primer pensador que le ocurría esto; ya en la Roma clásica, Séneca hablaba de la radical igualdad de todos los hombres, a los que llamaba “conservi”, esto es, compañeros de esclavitud, y a la vez practicaba una lucrativa compraventa de esclavos ( los compraba analfabetos y baratos, y los vendía alfabetizados y caros ). No tuvo tampoco la generosidad de George Washington en sus últimas voluntades: sólo manumitió a los hermanos de su pareja vitalicia, la hermosa y ardiente belleza negra, Sally Hemings.

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