PATRICIA SVERLO.

Desde la designación de Juan Carlos hasta 1972, Don Juan no lo quiso ni ver. El reencuentro tuvo lugar con motivo de la boda de la infanta Margarita con el doctor Carlos Zurita, el 12 de octubre, en Estoril. Aun así, con ambiente de fiesta y todo, el conde evitó que le fotografiaran con su hijo.

Fueron años difíciles para el príncipe, sobre todo porque, mientras esperaba al igual que millones de españoles –aunque cada cual con sus motivaciones particulares– que Franco se muriera de una vez, se aburría. “Estoy aburrido”, dijo una vez. “He pensado en poner una granja en La Zarzuela. Estoy cansado de esta situación. Quiero saber de una vez y para siempre qué voy a hacer. Si voy a ser carpintero, que me lo digan”.

De las escasas actividades que llevaba a cabo durante su jornada laboral, la más entretenida era ir al Pardo una vez por semana. Para la ocasión, Armada le preparaba, con bastante reflexión sistemática, unas notas. Pero lo cierto era que aquellos despachos, que duraban una hora, normalmente los lunes tras la comida, eran mucho más fascinantes para Armada que para el príncipe, puesto que aprovechaba para apuntar los temas sobre los cuales le interesaba conocer la opinión de Franco. El príncipe era ya lo bastante adulto para no tener “tutores”, pero a lo largo de toda su vida será una constante llevar el apelativo “Juanito’, o “don Juanito”, y tener a alguien a su lado para orientar sus pasos en la dirección adecuada en cada momento . Irá sustituyendo a uno por otro, según lo que le conviniera más. En esta etapa en concreto, esta persona era Alfonso Armada, su secretario particular. Le consultaba todo. Le informaba de todo, se dejaba aconsejar en todo…

Aunque, poco a poco, conforme se iba acercando el momento de asumir responsabilidades como rey, Juan Carlos fue dejando que este lugar de influencia, de tutoría política, lo fuera ocupando Torcuato Fernández Miranda, rodeado por un equipo más o menos coordinado y bien avenido de políticos jóvenes.

Aparte de las reuniones de adoctrinamiento con Franco, sus “tutores” franquistas creyeron que era conveniente que se formara un poco en el conocimiento de la Administración pública, pasando por varios ministerios para estudiar las competencias y el funcionamiento de cada uno, aunque se hace difícil imaginar qué podía hacer exactamente en estos sitios en el horario que se le organizó, entre las 5 y las 8 de la tarde, unas horas en que difícilmente quedaba alguien en las oficinas públicas. El resto del tiempo, recibía visitantes insignes en La Zarzuela, como los ministros López Rodó y López Bravo. También solía recibir comunicaciones, informes y encargos del Ejército, de falangistas, intelectuales , empresarios, periodistas…

En fin… todo muy aburrido. Así, pues, para hacerlo más ameno, Franco le aconsejó que empezara a viajar por toda España, para que el pueblo le fuera conociendo. Aquello sí que era emocionante, sobre todo para sus acompañantes. En una localidad cercana a Valladolid, a la que fue escoltado por el ministro de Agricultura, la gente les lanzó patatas cuando pasaron en coche. El ministro estaba horrorizado y el príncipe se vio obligado a tranquilizarlo: “Cálmese, señor ministro, a quien se las tiran es a mí, no a usted”. Otro día, en Valencia, cuando iba andando por la calle con el capitán general de la región, vio a un hombre que se los acercaba a salto de mata. Instintivamente, en lugar de andar más rápido, el príncipe dio un paso atrás y el golpe de tomate fue a parar al capitán general, que se había quedado en medio. “Gajes del oficio, como hubiera dicho mi abuelo don Alfonso XIII”, le dijo Juan Carlos para consolarlo. También le lanzaron tomates cuando visitó Granada. Y en un viaje oficial a Canarias, el sucesor de Franco se quedó bloqueado durante varios minutos a medio discurso, porque no entendía la letra de quien se lo había escrito. Fue al presidente del Ayuntamiento, que había tenido que negociar la presencia del príncipe con comunistas y socialistas, todavía en la clandestinidad, quién tuvo que aguantar el chaparrón.

Eso sí, donde no se podían permitir tonterías era en los viajes al extranjero, y muy especialmente en los Estados Unidos. Cuando en enero de 1971 fue invitado por Nixon, con motivo del despegue del Apolo-14, durante la retransmisión en directo por televisión fue capaz de improvisar, sin papel y en un inglés perfecto, ante las preguntas de un periodista de la televisión norteamericana, supuestamente por sorpresa: “La influencia que tiene en las generaciones contemporáneas la concepción del universo obliga a los hombres a salir de su aldea y procurarse una visión de la vida más amplia que la que tuvieron las gentes de épocas anteriores”. La actuación brillante del príncipe se destacó en la prensa como prueba inequívoca de que no era tan tonta como parecía, cosa que no le fue nada mal para lavar su imagen. Ya estaba bastante quemado, e incluso había dicho: “Ya estoy harto de que aquí venga todo el mundo a chuparme el culo y luego me consideren tonto”.

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