LEOPOLDO GONZALO.

Entre Italo Calvino y don Miguel de Unamuno.

Me cuenta un colega de Sevilla que en cierta ocasión preguntaron a Italo Calvino su opinión acerca del régimen de Franco y que éste, entre otras apreciaciones, lo caracterizó como un largo paréntesis en el proceso de descomposición de España. Se me ocurre relacionar la opinión del escritor italiano –italo-cubano, para ser más preciso- con la exhortación formulada por Unamuno en un artículo publicado muchos años antes, en 1917, en El Gráfico, de Nueva York. Dice así el gran vizcaíno, en su contundente y exaltada prosa: “Porque hay que estar bregando a diario para que la España geográfica, terrenal, económica, no sea sino el cuerpo de la otra, de la España histórica o celestial”. Triste sino el de esta vieja nación que se ve condenada a reconsiderar su propia existencia –o subsistencia-, cada generación, salvo algún paréntesis, por lo visto. No se inquiete el lector, no voy a calentarle la cabeza con disquisiciones metafísicas. Aunque, para desazón de algunos y consuelo de otros, dudando acerca del ser ocurre como con las meigas, que haberlo haylo.

El tenaz proceso de la desnacionalización de España.

Ciertamente, la actual situación de España evoca la escena representada en el célebre cuadro de Rembrandt Lección de anatomía, en el cual el doctor Nicolaes Tulp, acreditado anatomista neerlandés, muestra a los asistentes la disección del cadáver de un ajusticiado. Todos asistimos pasivamente –me refiero a los españoles en general, no a los políticos-, al torpe descuartizamiento de España, más que a su disección. Y son los políticos, precisamente, quienes llevan a cabo tan siniestra labor. Sí, los políticos de hoy en nuestro país están empeñados, más que en resolver los problemas de los ciudadanos –lo que parece debería ser su principal cometido y justificación-, en creárselos, cuantos más y más graves, mejor.

Lo que hace tiempo llamo la desnacionalización de España se ha materializado a través de un largo proceso llevado a cabo con admirable tenacidad. Llevo cuenta de los organismos y entidades que, desde la Transición, han perdido los nobles adjetivos de “nacional” o “español/española” en su denominación. Buen ejemplo es el de la originaria “Compañía Telefónica Nacional de España”, que pronto pasó a llamarse “Compañía Telefónica de España”, luego “Compañía Telefónica”, y ahora simplemente “Telefónica”. Y no se diga que ello ha sido consecuencia de su privatización, porque, si no recuerdo mal, su primitiva denominación corresponde, precisamente, a cuando era una sociedad absolutamente privada. Me llega la noticia de que cierta Comisión adjetivada como “Estatal” ha querido cambiar su nombre, escasamente orientativo en el ámbito internacional donde con frecuencia tiene que desenvolverse, por el de “Comisión Española…”. ¿Saben quiénes se han opuesto a tan razonable intento? Pues, al parecer, han sido las clónicas comisiones homólogas de algunas Comunidades autónomas y, especialmente, las de aquellas en las que, de uno u otro modo, gobiernan los separatistas. Porque en esas Comunidades no es necesario que los partidos separatistas ganen unas elecciones para ejercer su influjo disgregador sobre el respectivo gobierno autonómico. Tal es la eficacia que ha adquirido su presión constante sobre la política y la sociedad locales. Los ejemplos de las Vascongadas y Cataluña son demostrativos de lo que digo, hasta el punto de haber logrado transformar allí en nacionalistas vergonzantes a los llamados partidos de implantación nacional, PP y PSOE.

La lista de entidades paulatinamente “desnacionalizadas” es larga. Menciono sólo algunas como botones de muestra: Los Institutos Nacionales de Enseñanza Media pasaron a denominarse Institutos de Bachillerato; los Colegios Nacionales, Colegios Públicos; el Consejo Nacional de Educación, Consejo Escolar del Estado; la Red Nacional de Carreteras, Red de Carreteras del Estado; el Instituto Nacional de Meteorología, Agencia Estatal de Meteorología; el Instituto Nacional del Libro, Centro de Documentación del Libro, la Lectura y las Letras; y el Instituto de Cultura Hispánica, que había protagonizado durante años una eficacísima y prestigiosa labor en el mundo hispanoamericano y filipino, pasó a llamarse, primero, Instituto Iberoamericano de Cooperación y, más tarde, Agencia Española (¿será una errata?) de Cooperación Internacional para el Desarrollo, desvinculada ésta de la específica y tradicional proyección sobre el mundo hispánico. Son sólo, como digo, algunos ejemplos elocuentes.

Por lo demás, es bien conocida la implacable labor de los partidos separatistas en contra de la lengua común (a la que torticeramente llaman castellano, resultando que España viene a ser el único país del mundo donde no se habla español); en contra de la Historia común y a favor de las más peregrinas y subvencionadas historias (más bien historietas) de cada patio nacionalista de vecindad; y en la sistemática elusión de la palabra “España” (aunque parece que ya va remitiendo el uso de aquella expresión de “en este país”, como sustitutiva del nombre propio con que, desde hace centurias, conoce todo el mundo a una de las más veteranas naciones de Europa).

La transustanciación de la Nación española

En 1998, centenario del Desastre nacional por antonomasia, el honorable Pujol, a la sazón presidente de la Generalidad catalana (qué útil es archivar algunos recortes de prensa), hizo una sonora y luminosa declaración en los Desayunos de TVE: “Cataluña es una nación, pero España no lo es”. Y para aclarar un poco más las cosas, añadió que “España es un Estado plurinacional, integrado por tres naciones –Cataluña, el País Vasco y Galicia- y una amalgama de territorios aglutinados alrededor de Castilla”. O sea, lo de la “nación de naciones”, pero unas más naciones que otras, … y algunas nada de nada. Estupendo. No propugnó entonces el honorable la secesión porque, al parecer, España no era una mera realidad administrativa(sic), “[…] sino una realidad afectiva, histórica, de intereses y de memorias comunes”. Lo del afecto se acepta sin reservas (somos muchos los españoles, catalanes y no catalanes, que sentimos sincero y fraternal afecto recíproco, a pesar de la labor de los infatigables sembradores de cizaña) y lo de la historia compartida es una contundente evidencia. Sí, pero ¿y lo de los intereses? No es posible entrar ahora en lo que daría para un tratado de historia económica de España. Importa lo que reclamaba Pujol hace catorce años. Dos cosas, una económica y otra política. La primera, el acceso a un régimen fiscal especial semejante al Concierto vasco. La segunda, el definitivo vaciado competencial del Estado, forzando al máximo lo previsto en el artículo 150.2 de la Constitución.

Poca cosa nueva hay bajo el Sol.

Como se ve, lo del honorable Mas no es nada nuevo. Sí lo es, en cambio, su absoluto desprecio de la legalidad vigente, su amenazante y tabernario tono. El cual contrasta con lo que de la Ciudad Condal opinaba Alonso Quijano, “el caballero de la fe que con su locura nos hizo cuerdos a todos”, como decía Unamuno: Barcelona, “… archivo de cortesía, …patria de los valientes, …correspondencia grata de firmes amistades…”. Esto lo escribió otro hidalgo -éste de carne y hueso-, vecino de aquella luminosa Alcalá renacentista. Y hay quien dice que don Miguel lo hizo como respuesta a la injusta imputación del eurocomunitario Dante Alighieri, cuando soltó aquello de la “…avara pobertá di Catalogna”.

En fin, que lo que no se puede decir es que los separatismos de hogaño no vinieran avisando desde hace tiempo, desde la mismísima Transición. Para ellos se inventó lo del Estado de las Autonomías (para que se sintieran “cómodos”, como con simpleza se repite), sembrando de minas el texto de la Constitución, a la espera del momento oportuno; y es ahora, en plena recesión y abierta descomposición política e institucional, cuando los separatistas empiezan a prender las mechas. Ya no tienen que respetar ni siquiera aquello que impusieron. Fue el mismo año citado de 1998 cuando Aznar, cuyos errores van quedando cada vez más en evidencia, dijo lo de “¡España va bien!”. Continuó impune, sin embargo, la inmersión lingüística; la aculturación identitaria y secesionista gracias a las competencias irresponsablemente transferidas en materia de educación; el repliegue de la Guardia Civil en Cataluña; la supresión de los gobernadores civiles, hoy delegados del Gobierno (hay que ver la importancia de la manipulación semántica en todo esto); la firma de la “paz fiscal” con el PNV para asegurarse el nuevo Gobierno una cara y precaria estabilidad, en l996 (envenenada alianza con el nacionalismo que ya había practicado el PSOE con anterioridad). Para qué seguir. La lista de las concesiones e inhibiciones en relación con el separatismo es interminable.

Braceando entre euforizantes burbujas de aparente prosperidad, pudo decirse, en efecto: “¡España va bien!”. Pero lo que no se supo o no se quiso ver fue cómo y hacia dónde iba España, en realidad. Ahora comprobamos que España iba mal, y que sigue yendo mal, muy mal.

 

Publicado en Vozpópuli.

 

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