RAFAEL MARTÍN RIVERA.

Yo soy hijo del denominado «postfranquismo»; mi infancia transcurrió en esa bisagra entre los últimos años de Franco, los tres años de «interregno» y la aprobación de la Constitución. Mi percepción infantil vio transformar Madrid y sus barrios, los madrileños y sus costumbres. Recuerdo las primeras consultas plebiscitarias por los panfletos que ensuciaban las calles, los carteles pegados a los muros, y las pintadas, sobre todo las pintadas: «vota no», «vota sí», que llenaban de graffiti por primera vez los bancos de El Retiro. También recuerdo que unos ingratos hicieron desaparecer los patos y cisnes que amablemente usaban de nadar en el estanque cercano a la Avenida de Menéndez Pelayo; no sé si sería un grito de libertad o que se los zamparon en una barbacoa improvisada. Al igual que ellos, también desaparecieron aquellos guardas de pantalón de pana y escarapela en sombrero gris, y la gente descubría placer en pisar un césped que antes les estaba prohibido pisar. No recuerdo carreras de «grises», ni de «maderos», ni «lecheras», como luego me han contado, pero sí recuerdo aquellos contenedores de sólido metal renegridos y chamuscados, y algunas algarabías en la Gran Vía, o Avenida de José Antonio, que nos dejaban sin cine y sin merienda en la Cafetería Manila, «por si la cosa se liaba».

En pocos años Madrid se hacía llamar moderna, europea, y el «Tiernismo» desembarcaba con las discotecas, el famoso «San Canuto» y la denominada «movida madrileña». De ser una ciudad tranquila, casi provinciana, Madrid se entregó a una imagen que a los madrileños nos era totalmente desconocida. A modo de Sardes, la capital de Lidia, tal y como narra La Boétie en su Discurso sobre la servidumbre voluntaria, el rey Ciro «estableció burdeles, tabernas y juegos públicos, e hizo publicar una ordenanza por la que los habitantes estaban obligados a hacer uso», y «estas pobres y miserables gentes se divirtieron en inventar toda suerte de juegos» sometiéndose voluntariamente a esta nueva satrapía.

Desde entonces Madrid se ha esforzado por exportar ese famoso concepto de «culturalidad», que no de cultura, para erigirse en modelo europeo de «tascocracia excelente»; una especie de patio de atrás «Tijuanero», que compite con el resto de las ciudades españolas en «a ver quién se copea más». La «noche madrileña» como bien indica nuestra Excelentísima Alcaldesa es una importante fuente de ingresos por turismo, y si hay contaminación acústica, accidentes mortales a altas horas de la madrugada, menores que fallecen por coma etílico y calles convertidas en estercoleros medievales, todos tan contentos, porque aquí todo el mundo se juerguea hasta la extenuación en este fantástico «macrobotellón» madrileño; y el juerguearse, o el montar un bar de copas, «es un derecho preexistente» según la doctrina establecida por la Agencia de Gestión de Licencias de Actividades del Ayuntamiento de Madrid. «Derecho preexistente», al parecer, hasta para el propio Ayuntamiento, convertido ahora en organizador de «macrofiestas» en pabellones deportivos –por cierto, financiados con los impuestos de todos los españoles–, bajo el lema: «Este año la hostelería piensa en grande» pero sin licencia de funcionamiento, claro está. Harto comprensible: si no nos dan los Juegos Olímpicos, convirtamos Madrid en un «borrachódromo» monumental, y quién mejor que el Ayuntamiento para tomar la iniciativa.

El drama del Madrid Arena, desgraciadamente, es el drama de todos los fines de semana, que desde hace tiempo comienzan en miércoles para jóvenes y no tan jóvenes. Un fatal desenlace que hemos consentido todos, desde la anuencia de una sociedad sometida al hedonismo nocturno por mafiosos denominados empresarios y políticos faranduleros corruptos, que ven en esta ciudad su satrapía particular de Asia Menor, fuente inagotable de ingresos.

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