ILLY NES.

Volvíamos de Torreciudad, víspera de la virgen del Carmen y me dice Juan Vera, director espiritual del Opus Dei en España: “Oye Carlos, yo no te he confesado nunca”.

— Ah, pues cuando quiera…
— Si quieres, ahora mismo.

Durante la confesión, me suelta: “Vamos a la calle y seguimos”. Al rato me indica: “Te habrás dado cuenta que no llevo la estola y que ya no me obliga el secreto de confesión”. Pero no se había cerrado el sacramento como tal, ya que no me había impuesto penitencia ni dado la absolución. Así me sonsacó mi orientación sexual y después hizo uso de la confidencia.

Con un enorme sentimiento de culpabilidad soy conducido a una parroquia con don Mario, un párroco espartano. Por entonces yo me sentía como un enfermo psíquico por mi condición sexual, piensen que hasta 1992 la Organización Mundial de la Salud no elimina la homosexualidad como trastorno mental. Vulnerando el secreto de confesión, soy conducido a esta parroquia situada en el madrileño Parque de las Avenidas. Una vez allí me hacen llevar una vida totalmente prusiana, levantándome a las 7 para realizar media hora de oración, ayudas en misa… Dos huevos y fruta para desayunar, ahora lectura espiritual, ahora lectura del Evangelio, ahora otra media hora de oración, ahora lees esto, haces lo otro…

Aquilino Polaino pretende curar la homosexualidad con electroshock

Todos los días machacándome con que tenía que ir a ver al doctor Aquilino Polaino porque me querían curar la homosexualidad aplicándome electroshock. Me dejaban salir un cuarto de hora a una plaza que había justo enfrente de la iglesia para evitar que tuviese sensación de secuestro, pero vigilado. Hasta que un día ya no aguanté más. Tenía un amigo y le dije: “trae mis cuatro cosas del Seminario y mi coche”. Me fui y desaparecí rompiendo con ellos para siempre.

En el Seminario de la comunidad de San Buenaventura estaban los golfines. Eran todos los seminaristas que había llevado Francisco Pérez Fernández-Golfín, quien después se convirtió en el obispo de Getafe y que murió de un infarto. Fue él quien trajo a Pululu, don Francisco Javier Martínez, que es el arzobispo de Granada, y que antes fue el obispo de Córdoba que cuestionó la legalidad de la boda de Álvarez Cascos cuando se casó con Gema Ruiz. Está bien ir contando todas estas cosas y que la gente se entere.

Allí estaban los golfines que eran como muy puritanos, muy tridentinos. Se llegó a prohibir beber alcohol en la Obra y Javier Mora Figueroa, el marino, rector de Torreciudad, venía y me decía: “Oye Carlos, estoy mal del estómago. ¿Por qué no me preparas una tónica con limón de esas que tu sabes?”. Y yo le preparaba un gin tonic. Para que vean lo que es la restricción mental: me había pedido una tónica con limón exprimido, la ginebra se la había puesto yo y se estaba mortificando. El anterior rector, Francisco Sancristóbal, lo es ahora en la iglesia de Santa Cruz en Zaragoza. Quiero decir que conozco la crema y nata de la Obra. Pero entonces cogí el coche y desaparecí. Acababa de cobrar mi último sueldo del Ejército, el mismo que tenía que entregar todos los meses en la caja del centro y del que tenía que pedir permiso para comprarme un par de zapatos, un paquete de folios e incluso un paquete de klínex.

Esto es así, no porque fuera yo Carlos Alberto Biendicho. Son las normas del Opus Dei y son inquebrantables. Lo llevas todo en una agenda apuntadito, lo que entregas todas las semanas en la cuenta de la caja, si eran mil pesetas, dabas los recibos. Les transferías hasta los billetes de metro y si por hacer apostolado tenías que tomar una cerveza con alguien, tenías que llevar el ticket y poner por detrás: “me he tomado una cerveza con fulanito por apostolado”. No podías ir al cine y libros sólo podías leer los que había en la biblioteca. Si tenías que comprar unos apuntes por estudio, tenías que pedir permiso. Eso es el Opus Dei. ¿Pero qué represalia tuvo mi marcha? Por suerte no sabían dónde me encontraba, mi instinto me había guiado hasta Torremolinos. Yo había oído hablar de aquel lugar y me fui sin conocer a nadie a empezar de cero.

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