GREGORIO MORÁN.

La bandera antigua era un lenguaje, la bandera contemporánea no lo necesita; es muda y fija, como un sudario. Tiene detrás una leyenda perfectamente construida para que cualquier descerebrado sea capaz de matar por ella.

Fíjense en las ciudades. Han vuelto las banderas a los balcones, como en el franquismo, cuando se celebraban festejos o los conversos querían demostrar su adhesión inquebrantable. No son signos de integración sino de exclusividad

Allí donde hay un hombre con una bandera hay alguien dispuesto a obedecer, un siervo. Los mares de banderas los inventaron los fascistas y los recuperaron los regímenes totalitarios de diferentes signos. Un tipo con una bandera es un personaje ridículo, uno de esos disciplinados cómplices a los que la historia describe como figura decisiva en todos los desastres. En general no lo hace gratis, se lo suele cobrar en especies. Los que pagan, los señores, no suelen llevar banderas, las cargan sus criados. Los dirigentes, sean radicales o conservadores, no portan banderas; las flamean a sus espaldas los fieles.

Una casualidad me convirtió en presunto experto en banderas. Fue hace quince años, probablemente la última conferencia que di en mi vida. Puedo decir, con orgullo, que debo ser el único ciudadano español dedicado a esto de la escritura y la cultura que no asistió jamás a ningún sarao cultural veraniego, ni a la Menéndez Pelayo, ni a la Rápita, ni a El Escorial, ni a Prades, por citar los comederos más notables de nuestras inteligencias. No es que me haya negado, es que ni siquiera me invitaron. Pero una vez, en Las Palmas de Gran Canaria, alguien programó una especie de seminario sobre los iconos del siglo XX, en el Centro Atlántico de Cultura Contemporánea. Me propusieron la hoz y el martillo, por eso de los tópicos, pero les corregí y les precisé que el icono más impresionante del siglo XX era la bandera roja.

No voy a aburrirles con precisiones eruditas sobre el nacimiento de la bandera roja y su recorrido hasta llegar al sentido revolucionario que obtuvo en el siglo XIX. Aprendí bastante y me adentré en un tema fascinante como es la multiplicación de significados que tiene el color rojo en la historia del arte. Pero ahora no se trata de eso. Entré en contacto con unos personajes amables y singulares que eran los vexilólogos, término que define a los estudiosos de las banderas, y cuyo interés por la trascendencia del concepto era similar a la de los coleccionistas de soldaditos de plomo respecto al historiador de batallas.

Las manifestaciones de antaño eran parcas en banderas. Como se trataba de un símbolo, bastaba con una, que encabezaran las concentraciones. Además tenía un problema añadido y es que cuando llegara la carga de la policía el portador de la enseña tenía todas las posibilidades de ser detenido y obligado a comerse el trapo ante la irresistible insistencia de la policía. Evidencia que me recuerda aquella historia que contaba Escubi, líder en ETA durante los años sesenta, cuando instruía a los novatos y les recomendaba la conveniencia de limar el punto de mira de la pistola. “Así se puede disparar mejor, ¿no?”, decía el militante bisoño. “No, chaval, respondía Escubi, es porque cuando te pille la policía y te la meta por el culo, te haga menos daño”.

En el cine, Kurosawa fue el rey de las banderas, pero se trataba de otra historia, porque la bandera en Japón y más en tiempos antiguos, tiene sentidos familiares y guerreros que nosotros no alcanzamos con facilidad. Nuestras banderas están ligadas al mar y a la distancia, como signo de identificación o necesidad. La bandera antigua era un lenguaje, la bandera contemporánea no lo necesita; es muda y fija, como un sudario. Tiene detrás una leyenda perfectamente construida para que cualquier descerebrado sea capaz de matar por ella. Es el símbolo, en tela de la peor calidad, de siglos de historia, aseguran.

Sé que estas cosas ahora tienen riesgo y no deberían decirse, pero yo pertenezco a una generación, o a una parte de ella que se ha ido disolviendo como los azucarillos, que carece de bandera, y ya puestos a precisar, incluso de himno. Todas las manifestaciones en las que participamos eran tan sórdidas e inseguras que a nadie vi nunca con una bandera; quizá en un caso, en la universidad de Madrid alguien asomó una especie de pañuelo con la enseña del Frente de Liberación Vietnamita, pero fue breve y circunstancial. Vi quemar algunas banderas de Estados Unidos, que debían ser quemadas por vergüenza patriótica. La única manifestación legal en la que participé fue en París, el Primero de Mayo de 1969, y aquello era una fiesta. Sin banderas, pero con pancartas. Un acto de afirmación de los sindicatos. Una manera de decir “aquí estamos”, porque los sindicatos son tan imprescindibles como los empresarios, y puestos a evaluar costos, tengo serías dudas sobre a quién le corresponde la más alta proporción de corruptos.

No es precisamente una nadería que un ministro de la Monarquía exigiera ser enterrado bajo la bandera de la II República. Lo hizo Jorge Semprún sin que apenas nadie diera constancia del gesto, llamativo tratándose de un hombre que apenas conoció la República, pero que estaba muy al tanto del valor simbólico, de lo que tenía el hecho de asumirlo, solo y muerto. No es lo mismo que una mesnada de vivos que se jalean. Hay demasiadas banderas. Y no es porque las haya oficiales, oficiosas o rupturistas, sino porque son un síntoma de servidumbre. La gente se manifiesta porque son personas, no porque van cubiertos por una bandera. O al menos eso creía yo antes de ver esas escenas ridículas de los pendones enhiestos por facinerosos dispuestos a romper la cabeza de los sin bandera.

Fíjense en las ciudades. Han vuelto las banderas a los balcones, como en el franquismo, cuando se celebraban festejos o los conversos querían demostrar su adhesión inquebrantable. No son signos de integración sino de exclusividad. Quiere decir: en esta casa somos independentistas, o catalanistas, o abertzales, o españolistas. Orgullosos y arrogantes. Están en su derecho, ¿pero qué debe hacer el vecino? ¿Exhibir que es del Español, o del Real Madrid, o del Betis, que vota al PP o que se abstiene? El hecho de que llame la atención quien no ponga nada en el balcón es una muestra de que esta sociedad está llena de conversos del Séptimo Día, pero también de que hay una gente capaz de resistir esa presión y tomárselo con la misma discreción de quien ve ropa tendida en el lugar inadecuado y no llama a la Policía Municipal.

Impresiona reconocer que la manifestación de mineros sudafricanos en Lomnin que costó 34 muertos, por balazos de la policía, no llevaba bandera alguna. Cuando la gente digna se manifiesta no necesita trapo que encubra su situación: se pelea por la vida, por sus derechos, por la libertad, y para eso basta el riesgo de su cuerpo entero. Me impresiona, digo, lo de Sudáfrica, su silencio, su falta de una respuesta, la ausencia de alguna información que dignifique el trágico gesto. Porque es curioso que esos 34 obreros asesinados en una manifestación sin banderas ocurrió en el mismo país y momento en el que se celebraba el XXIVCongreso de la Internacional Socialista –¿se acuerdan de las internacionales solidarias, que no eran precisamente oenegés subvencionadas?–. No tengo ni idea de qué pasó en el congreso salvo lo que me informaron sobre la asistencia española –Purificación Causapié y Juan Moscoso del Prado líderes conocidos en su casa a la hora de comer. Vaya sarcasmo.

Las banderas encubren las vergüenzas, de eso la historia ha dado lecciones incontrovertibles. Sin banderas, una manifestación de funcionarios de la Universidad de Madrid ha impedido la inauguración del curso lectivo de este año. “Estas no son formas”, dijo uno. “No es democrático”, dijo el otro. Pero uno y otro son el rector de la Universidad Complutense, José Carrillo, hijo de Santiago Carrillo, y el otro, el director general de Universidades, Jon Juaristi, poeta festivo, con un largo camino desde el abertzalismo radical y el grupo Pott hasta su conversión en bien remunerado compañero de viaje del PP.

Quizá, lo confieso con cierta vergüenza, lo que más me impresiona de estas historias de banderas y convicciones sobrevenidas es que han matado el pasado, lo han hecho desaparecer. Son las figuritas de Lladró de nuestra transición.

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