IGNACIO ALCARAZ CÁNOVAS. 

España ha sido siempre, y sobre todo desde su constitución como Nación, un país inclinado a los símbolos de cualquier especie. En él han proliferado los himnos y banderas, han abundado los escudos y uniformes, y hasta la manera de saludarse han sido indicativos de estados de ánimo o de las pasiones políticas de cada momento de su historia. Lo que sí es más probable es que este reflejo de las emociones individuales o colectivas no sea privativa del español, pues en cualquier país, vecino o no, se aprecian similitudes en cuanto a la diversidad de símbolos, objetos que dentro de su abstracción intentan representar la imagen de algo concreto.

 

De todos estos símbolos o materialización de ideas por medio de signos o ademanes, hay que destacar los himnos y banderas, pues los otros (emblemas, saludos, uniformes, etc.), son más fáciles de suprimir, a veces por una simple orden, como ocurrió, por ejemplo, cuando el franquismo cambió el saludo falangista, brazo en alto, por conveniencias cara al exterior.

 

El General Franco subrayó desde el mismo 18 de julio de 1.936, que con el Movimiento se trataba de «restaurar el imperio del orden dentro la República»: «Este es un movimiento nacional, español, republicano, para salvar a España del caos». Emilio Mola Vidal, el «Director» ya lo advertía dos días después: «No se trata de restablecer la Monarquía, sino de terminar con la Masonería y el marxismo». En cuanto a Miguel Cabanellas Ferrer insistió el 1 de agosto siguiente: «Vuelvo a deciros una y mil veces que nuestro movimiento es exclusivamente patriótico y republicano. Lo prometo por mi honor». De acuerdo con estos generales, que encabezaban con Queipo de Llano la rebelión militar, durante varias semanas las emisoras de radio en poder de los facciosos comenzaban y terminaban sus programas con el Himno de Riego, y en todos los edificios oficiales y actos castrenses ondeó en permanencia la enseña tricolor, roja, amarilla y morada.

 

En Larache, donde dos tenientes sublevados fallecieron en las primeras horas de la rebelión (al intentar ocupar el edificio de Correo y Telégrafos, en el que también murieron cuatro guardias de asalto), el entierro según el diario El Heraldo de Marruecos del 20, de julio, se caracterizó «por recibir los cadáveres cristiana sepultura, envueltos en la Bandera de la República y a los acordes del Himno de Riego». Igual sepelio tuvieron otros caídos de los dos bandos en lucha.

 

Un deseo de los ciudadanos en cualquier etapa de la historia fue siempre contar con un himno que describiera las ansias de independencia, una composición musical, cantada por todos, y que solemnizara ante el resto del mundo el fervor patriótico de la mayoría. Primero existió la música militar sobre todo las «marchas». Se atribuye a Luís XIV de Francia (siglo XVII) la organización y edición de los distintos toques militares de Europa. Lo mismo hizo en España Carlos III, que encontró dispersos los existentes desde el siglo XV. El influjo francés en nuestra música popular patriótica se caracterizó por la «marcha» en el tipo musical y por la propaganda revolucionaria en el tipo ideológico. «La Marsellesa» de Rouget de Lisle, escrita en 1792, es un ejemplo de himno nacional, que despertó el entusiasmo de cuantos la oyeron o la siguen escuchando, e incluso la admiración de grandes compositores, como Schumann.

 

La colección española de toques de guerra, ordenada por Carlos III y concordada por Manuel Espinosa, contiene los más conocidos hoy día: La «Fajina», la «Llamada» (marcha de infantes), «El ataque», «La Asamblea», «el Bando» y la «Marcha de granaderos», entre otros. Esta última marcha era la elegida para tocar en homenaje a las personas reales. Había sido compuesta por un músico prusiano en honor de Federico II de Prusia, el cual, a su vez, la regaló a Carlos III. Éste, al oírla, la declaró «Marcha de Honor» por Real Decreto de 3 de septiembre de 1770.

(Continuará con: El siglo XIX fue fecundo para España en himnos de distinta procedencia).

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