No es una película de ciencia-ficción ni una novela de Stieg Larson, sino un episodio más que aflora la dimensión y catadura moral de nuestros dirigentes. Ocurrió en Marruecos, en su primera visita oficial como líder del PSOE y está reflejado en el libro “Los Leones del Congreso” (La Esfera de los Libros) de nuestro compañero Federico Utrera, que ha tenido tal éxito que incluso se ha abierto una página en facebook donde se recogen la mayoría de las reseñas y críticas obtenidas. El suceso no ocupará ni una línea en las biografías oficiales del ex presidente, pero desgraciadamente, como en la novela negra, sí hubo un asesinato y la víctima fue el periodista aragonés José Luis Perceval, corresponsal en Rabat, que murió apuñalado en su domicilio tras un crimen del que había advertido al máximo responsable de los socialistas. La versión oficial fue que dos rateros con los que supuestamente iba a mantener relaciones sexuales le apuñalaron por la espalda en su casa para robarle “una guitarra, una radio y un vídeo”. Pero ¿como pudo predecir su asesinato y que el móvil iba a ser político? ¿A quien temía realmente Perceval? ¿Informó Zapatero a los servicios secretos españoles de lo que podía ocurrir con un periodista español acreditado en Rabat que se sentía amenazado de muerte por sus informaciones comprometidas y críticas con el régimen del “primo” del rey Juan Carlos? El crimen indica que no movió un solo dedo y que el dicharachero Perceval, muy precavido y receloso en todas las cuestiones que rodeaban a su seguridad personal, cayó víctima de una cuidadosa y muy calculada emboscada.

El relato de este capítulo es estremecedor, pero quizás su lectura desapasionada pueda ser edificante: “A la llegada al aeropuerto Hassan II de Rabat, en un viaje muy tranquilo y esperanzador tras el desencuentro de Perejil, aguardaban a su vez los corresponsales españoles en Marruecos. Entre ellos destacaba el que parecía más veterano del grupo, un tipo apellidado Perceval. Era éste un periodista que llevaba varios años entre los alauitas y que presumía de conocerlos bien. Trabajaba para la COPE, cuya línea editorial era hostil y crítica con la política marroquí, pero Perceval sabía desenvolverse bien en aquel ambiente, hasta el punto de que se jactaba de haber sido el primero en dar a todo el mundo la noticia de la muerte de Hassan II gracias a su pericia y a sus privilegiadas fuentes en el entorno del monarca fallecido.

Uno de los viajeros conectó al instante con Perceval. Ese apellido, procedente de tierras británicas, era el mismo que el de un poco conocido pintor surrealista español al que admiraba, y eso provocó que la conversación entre ambos se hilara bien pronto. Podríamos decir que se cayeron bien. Resultó además que el citado pintor, a quien el acompañante de Zapatero había conocido personalmente, era tío suyo. Sólo que —paradojas del destino— este Perceval artista se había plegado al franquismo tras la Guerra Civil mientras que el padre del Perceval periodista, según le contó, había permanecido fiel a sus ideales republicanos.

Lo cierto es que congeniaron y los días en que ambos seguían las entrevistas oficiales de Zapatero, los almuerzos y cenas ministeriales o los nocturnos ratos de asueto, Perceval —que era algo mayor que él— le adoptó y se ofreció como guía y confidente, pues él también disfrutaba oyéndole contar sus historias marroquíes, que sabía adornar con la prestancia de un cuento de Las mil y una noches. Podría decirse que Perceval era también un curtido seductor.

Del carácter y osadía del personaje puede dar cuenta esta otra anécdota. El ministro de Exteriores de Marruecos, que se apellidaba Benaissa, había invitado a la comitiva española a una cena oficial, incluidos los periodistas. En cada mesa se sentaba un representante marroquí, sobre el que todos especulaban discretamente si se trataba de un diplomático o un confidente. En teoría hacía las veces de anfitrión y traductor y a él se dirigían para preguntarle sobre todo cosas banales: los condimentos y componentes de cada plato, las costumbres culinarias o los rituales meramente gastronómicos que acompañaban el menú de degustación por su orden y presentación. Era una cena protocolaria y ni era el momento ni el lugar para inquirir por los mitos del conde don Julián y el moro Muza, la batalla de Calatañazor o la despedida de Boabdil, lógicamente.

Perceval conocía al interlocutor marroquí, un tipo pequeño y amable, de ademanes nerviosos, que hablaba el español de maravilla porque decía haber estudiado en Granada. En los prolegómenos de la cena el ministro Benaissa se acercó a cada mesa a saludar. Se hacía acompañar de un alto y corpulento guardaespaldas, con apariencia de Frankenstein, que a pesar de su perenne sonrisa intimidaba con su sola presencia. Benaissa parecía ser el sultán de aquella velada y realmente demostraba su papel de hombre fuerte del Gobierno. Era un tipo mayor y adusto, impecablemente vestido a la europea, de semblante serio y pocas palabras que también hablaba perfectamente el castellano. Daba las órdenes con gestos, sin una sola palabra, y aquel Tachenko marroquí que seguía sus pasos las cumplía a rajatabla.

El dicharachero Perceval saludó de manera especialmente amable y respetuosa a Benaissa. Sabía que era el capo y ni un solo comentario salió de su boca —siempre especialmente mordaz e irónica— para definirlo, a pesar de que le preguntaron por su apariencia de gran preboste. A su enorme guardaespaldas también parecía conocerlo, pues aunque no le estrechó la mano alguien se fijó en que ambos intercambiaban sonrisas y saludos desde la lejanía. «No es mal tipo, pero seguramente ha roto más brazos y piernas que almendras posee esta deliciosa ensalada», comentó durante el ágape. El atrevimiento de Perceval era de tal calibre y su familiaridad con el entorno tan aparentemente controlada que solía invitar a fumar un cigarrillo de hachís discretamente al término de cada jornada. Sabía dónde y cómo poder hacerlo lejos de las miradas inquisidoras o del alcance de las severas leyes que castigan este hábito en Marruecos. Allí ocurre como al otro lado del Estrecho y de hecho era un habitual tema de debate: dónde se fuma más ¿en España o en Marruecos? La respuesta no era nunca concluyente y los periodistas y diputados que compartían la china argumentaban a favor o en contra de una opción u otra. Lo cierto es que en esto España y Marruecos son países hermanos: prohibiciones públicas, tolerancias privadas.

Como sería la cosa, que al término de la cena uno de sus colegas periodistas le hizo un guiño a Perceval. El sobreentendido parecía claro: que antes de ahuecar el ala le pasase un porro o que ambos se marcharan a unos jardines colindantes o al baño para concluir la opípara cena con unas caladas. Ni corto ni perezoso, Perceval hizo un gesto ostensible de que él no deseaba ausentarse de la mesa y le indicó al demandante: «Toma, fúmatelo tú solo», al tiempo que le alargaba la mano y le pasaba la piedra envuelta discretamente en un fino papel para liar. Nota: legal Como era una mesa redonda con ocho o diez comensales que conversaban entre sí, no todos se apercibieron del gesto, pero entre los que sí lo detectaron se dividieron entre la hilaridad y la estupefacción, mientras que aquel «comisario político» marroquí, atento a todo y al que no se le escapaba una, sólo mostraba una risa nerviosa y una incomodidad evidente. Así era Perceval, y cuando al rato le preguntaron por su osadía y cómo el funcionario alauita se había «coscado» de la jugada, respondió dándose todos los aires de normalidad posibles y con algo de fanfarronería: «No te preocupes, lo tengo comprado».

Que Perceval se movía como pez en el agua por los palacios y las alcantarillas de Marruecos no había la menor duda. En otra ocasión Benaissa recibía en su palacio de Exteriores a Zapatero y tras saludarse a la entrada, ambos mandatarios se dirigieron hacia la sala que albergaría la reunión. Al término de la misma, como suele ocurrir con las melés que se producen en los pasillos del Congreso, la manada de periodistas que cubría el acontecimiento se abalanzó sin control sobre los dos personajes, armados con sus grabadoras, cámaras y micrófonos, ocasionando un pequeño revuelo que degeneró en tumulto e incluso involuntario zarandeo del circunspecto Benaissa. Entonces de entre la multitud emergió una enorme figura que con los brazos como columnas de acero comenzó a repartir mandobles y a abrirse paso a empujones y golpes hasta dejar expedito el camino del ministro marroquí. Era su ya conocido guardaespaldas. Las protestas —algunas de ellas dolorosas— de los periodistas españoles afectados no se hicieron esperar, pero aquel monstruo de la naturaleza impedía con ambos brazos todo intento de acercarse a Benaissa. Consciente de la anómala situación, el titular de Exteriores aguardó unos segundos y entonces miró a Frankenstein arqueándole tan sólo las cejas y, como si de un guardián medieval se tratara, éste bajo los brazos, hizo una ostentosa reverencia y se colocó discretamente detrás de la nube de periodistas que, ya con más calma, formularon sus preguntas al marroquí sin desconcierto ni barullo alguno.

En otra ocasión, cuando el primer ministro marroquí Abderramán Yusufi y José Luis Rodríguez Zapatero daban una rueda de prensa conjunta en el palacio presidencial, Perceval lio otra de sus célebres tanganas. Como no le daban el micrófono, protestó airada y confusamente por las trabas a su labor informativa, que extendió a los demás corresponsales. En España los periodistas parlamentarios parecían más acostumbrados a estos rifirrafes, que luego no aparecen en las crónicas o asoman en apenas una línea, pero las autoridades marroquíes se quedaron de piedra, mientras que los colegas alauitas se dividían, inmersos como estaban en un proceso de transición democrática parecido al español donde una mayor libertad de prensa era una de las demandas más reclamadas.

Otra noche, al término de la maratoniana y agotadora jornada política, Perceval le enseñó a un grupo de corresponsales parlamentarios el Rabat nocturno e incluso les llevó a su casa, un modesto apartamento situado en un acomodado barrio capitalino. Previamente se sentaron a tomar un té moruno con yerbabuena en una discreta terraza situada en una de las más populosas arterias de la ciudad. Hablaron de la sorprendente modernidad de la sociedad marroquí, inimaginable desde España, y les contó que todos los vicios y virtudes que pueden verse en Madrid también estaban disponibles en Rabat. Para muestra un botón: Perceval se movía en un despampanante Toyota deportivo de color rojo que aparcaba en los lugares más inverosímiles. Prohibidos, naturalmente. A veces daba alguna propina a un espontáneo vigilante pero a veces no, como queriendo decir: «Conozco bien esto y sé lo que hago». Y aseguraba que jamás se lo habían intentado robar ni golpear, ni un rayajo siquiera. Sus aires de autosuficiencia eran arrolladores.

En cuestiones relativas al bajo vientre también aparentaba sabérselas todas. Presumía de conocer todos los garitos del país, desde los más lujosos o modernos hasta los más extravagantes o lujuriosos. Tampoco distinguía de sexos y alardeaba de poder satisfacer cualquier tipo de necesidad. De hecho, indicó que en determinados cines era peligroso mantener relaciones homosexuales, pero en otros lugares que él conocía a la perfección se podía disfrutar de relaciones homoeróticas con plena normalidad. Fue entonces cuando dejó transparentar intencionadamente sus preferencias, pues intuyó —y al parecer con conocimiento de causa— que contaba con la connivencia de alguien más del grupo de periodistas procedentes de España. Pero igual de cicerone se mostraba con los gustos heterosexuales: dijo conocer una discoteca de lujo donde las chicas árabes más jóvenes de cuerpos esculturales y a la última moda occidental se ofrecían a precios mucho más asequibles que en Europa, como también apuntaba a casas de citas más convencionales o lúgubres, que desaconsejaba.

Así las cosas, cuando Zapatero concluyó su visita oficial el último día, ya avanzada la noche, el autobús que les había brindado el Ministerio de Exteriores de Marruecos para sus desplazamientos llegó de nuevo al aeropuerto. Les acompañaba otra vez —como no podía ser de otra manera— Perceval, que se suponía venía a despedirlos. Se sentó junto al viajero con el que había intimado el primer día y entonces le reveló su última audacia: iba a venirse con ellos de extranjis a España en el avión del líder del PSOE. No pareció especialmente desmesurado, teniendo en cuenta el recital de malabarismos que había ofrecido durante toda la semana, y además había plazas libres en el vuelo. Le pidió discreción porque —decía— no llevaba pasaporte y debían pasar todos la aduana y mostrar los visados.

Como esta última peripecia no sonaba especialmente arriesgada para este aventurero, su reciente amigo no le dio la mayor importancia y le deseó suerte. Entonces reparó en que en el aeropuerto les esperaba el anfitrión Benaissa acompañado de su Frankenstein, que había acudido a despedir a Zapatero y, de paso, también a allanar cualquier trámite aduanero inesperado que enturbiara a última hora la visita. La comitiva española había arrasado con medio zoco para traerse platos, vasos, chilabas, babuchas, pipas de fumar —las célebres narguilas, se supone que sin nada dentro— y hasta voluminosas alfombras, con todas las maletas a reventar. El reloj ya había sobrepasado la medianoche y todos estaban francamente cansados por el tute, lo que les otorgaba cierto semblante parecido al de los zombis, cuando se disponían a subir al avión.

No habían reparado en Perceval, pero cual no sería su sorpresa cuando al acceder a la cabina se lo encuentran sentado en el avión ocupando ya uno de los asientos y con el cinturón de seguridad abrochado. Su amigo no pudo reprimir una sonora carcajada, mientras él le brindó una sonrisa cómplice, por lo que se sentó a su lado. Medio atontados por la hora y las ganas de dormir, otros periodistas y diputados lo saludaron con normalidad y ya habían comenzado a oírse por los micrófonos las primeras bienvenidas del piloto cuando inesperadamente entró en el avión jadeando y con sudores por todo el cuerpo ¡el guardaespaldas de Benaissa!

Aquel gigante con cara de pocos amigos, pero siempre sin perder la sonrisa, esta vez nada condescendiente, comenzó a caminar por el pasillo del avión. El compañero de asiento notó entonces por primera vez cómo Perceval se acojonaba, pues aquel gorila se dirigía hacia ellos, y más en concreto hacia el polizón. La comitiva española, alborozada por la sorpresa y ajena por completo al asunto que se estaba cociendo, comenzó a aplaudir y a darle las gracias al orangután por la hospitalidad recibida, pues aquel boxeador con apariencia de matón les había acompañado durante todo el periplo y sus facciones de sicario a sueldo, tanto como sus empujones, se habían hecho incluso populares entre la concurrencia. Pero el tipo, que repartía apretones de manos a todo el que se las brindaba y sonrisas a diestro y siniestro, seguía caminando paso a paso lentamente hacia aquellos asientos, sorteando maletas, bolsas y ocupantes que intentaban acomodarse.

Perceval estaba tieso como un muerto y su acompañante vio cómo se agarraba al cinturón de seguridad y tiraba confusamente del suyo cada vez que aquel tipo siniestro se acercaba más y más. No dejaba además de mirarle. Entonces, no se sabe cómo ni por qué, y viendo que aquello iba a terminar como el rosario de la aurora, le preguntó rápidamente a Perceval cómo se llamaba aquel forzudo de apariencias simiescas: «¡Mohamed!», respondió él raudo y nervioso. Y de repente el amigo se levantó obstaculizando con su cuerpo a su presa y comenzó a corear a voz en grito, como si de un cántico deportivo se tratara: «¡Mohamed, vente pa´ España! ¡Mohamed, vente pa´ España!» Inesperadamente el resto de la comitiva le secundó con evidente cachondeo ¬—todos sabían que el primer asunto de la agenda de Zapatero era la regulación de la inmigración ilegal desde Marruecos— y surgieron voces anónimas desde todas las partes del avión cantando al unísono: «¡Mohamed, quédate! ¡Mohamed, quédate!» La situación entonces le sobrepuso al tal Mohamed, que se frenó en seco, comenzó a saludar como si de una estrella de baloncesto se tratara, y levantó los brazos bajando las palmas para intentar callar la algarabía, que seguía in crescendo.

No podía ocultar incluso cierto aire de satisfacción al comprobar como aquella jauría de influyentes políticos y periodistas españoles, con el candidato a presidente además a escasos metros, coreaba su nombre rogándole que se quedara en el avión y se viniese a España. El amigo de Perceval seguía de pie animando la juerga para que no decayera y no dejaba de mirarle a los ojos, por lo que durante unas décimas de segundo aquel gorila dudó qué hacer y cómo salir del embrollo. Entonces viró ciento ochenta grados y, sin dejar de saludar, repartir abrazos y apretones de manos e incluso de reírse, comenzó a retroceder sobre sus pasos, volvió a sortear equipajes y transeúntes y a decir en un español amarroquinado: «¡Grasias, grasias, no puedo, verdad, verdad, no puedo!»

En esos momentos el piloto comenzó a instar a los pasajeros a que se sentaran de una vez y se abrochasen los cinturones si no querían partir con más retraso. Alguien percibió cómo Perceval se relajaba a medida que Mohamed se iba alejando, aunque eso sí, antes de desaparecer tras las últimas cortinillas del avión le señaló varias veces con el dedo, a lo que Perceval, ya seguro del éxito de su última trapacería, le respondió con la mano y una grandiosa sonrisa diciéndole adiós.

Cuando arrancaron por fin los motores y el avión se dispuso a despegar, ya más tranquilos, Perceval apenas concedió importancia al suceso —–aunque quedaba claro que de alguna forma había engatusado a aquel mastuerzo para sortear las aduanas— y confesó sus planes: iba a marcharse desde Madrid a Zaragoza, donde vivía su familia más cercana, y pensaba irse definitivamente de Marruecos. «Temo por mi vida», le dijo con el semblante serio a su vecino de asiento, aunque no le quiso especificar mucho más ni desentrañar las razones. Tampoco él quiso sonsacarle, pero le dejó petrificado cuando además añadió: «Y además se lo voy a contar ahora mismo a Zapatero».

El amigo comenzó entonces a escamarse y en verdad que el líder socialista se encontraba a tan sólo unos metros de ellos, en la clase business del avión, y su colega estaba dispuesto a todo. Quedaban dos horas y media de vuelo hasta Madrid, pero Perceval no se mostraba nada explícito sobre las razones de su precipitada huida. Cuando ya habían atravesado el estrecho de Gibraltar, se levantó del asiento y se dirigió hacia el del entonces candidato a presidente. Estuvieron conversando casi quince minutos. Al cuarto de hora regresó y sólo le confió un seco «Ya está». Se despidieron en Barajas y nunca más volvió a verlo.

Dos semanas después, leyendo el periódico, una escueta noticia le sobrecogió: «Asesinado. José Luis Perceval, cuarenta y siete años, periodista, corresponsal de la COPE en Marruecos y colaborador de El Mundo, el pasado lunes en su casa de Rabat, apuñalado. Nacido en Zaragoza, soltero y sin hijos, Perceval era el decano de los corresponsales españoles en Marruecos, país al que llegó como enviado de Antena 3. El hombre que dio la primicia de la muerte del rey Hassan II era un experto en las relaciones hispano-marroquíes y siempre se distinguió por sus críticas al régimen y sus trabajos de investigación. Durante la reciente visita de Rodríguez Zapatero al país norteafricano no dudó en alzar la voz en una rueda de prensa para quejarse ante el primer ministro marroquí, Abderramán Yusufi, de la dramática situación de los corresponsales españoles en el país. Ya en 1997 fue asaltado en su casa por dos individuos. Malherido, Perceval tuvo tiempo de pedir ayuda y salvó la vida. En esta ocasión, Manuel Cascante, el corresponsal de ABC, que acudió a su casa extrañado porque no cogía el teléfono, no pudo hacer nada por salvar su vida. El jueves dos jóvenes marroquíes fueron detenidos en relación con el homicidio».

 

 

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