Desde que Gibraltar cayera en agosto de 1704 en poder de Inglaterra, por incapacidad de la dinastía borbónica, todos los gobiernos de España – salvo quizás el del incapaz y estrafalario Zapatero – y la política exterior española han sido perfectos intérpretes, con mayor o menor agudeza, del ardiente deseo nacional de la reintegración de Gibraltar a la soberanía de España. Grandes prohombres españoles, como el gran escritor gaditano, José Cadalso, entregaron su vida en su loco afán de tomar esa plaza de ignominia. Y hasta los ingleses más honorables, como Cobden, el padre del libre comercio, y Bright, llegaron a pronunciar discursos en la Cámara de los Comunes sobre la inicua usurpación de un pedazo de territorio español, “que arrebata a nuestra patria toda autoridad moral” ( Cobden ). Francisco Martínez de la Rosa, Mazarredo y Salazar, Aparisi y Guijarro, Sagasta, Ganivet, Moret, Donoso Cortés, Cándido Nocedal, Castelar, José de Carvajal y Hué, Antonio Garijo Lara, José González Roncero, , Cánovas del Castillo, Dávila, Güel y Renté, Ramón Nocedal, Vázquez de Mella, Miguel Primo de Rivera, Dato, el conde de Romanones, Manuel Aznar, Indalecio Prieto, Gumersindo Azcárate, Claudio Sánchez Albornoz, Luis Zulueta, Alberto Martín Artajo, Francisco Franco, Jaime de Piniés, Galarza, y cien políticos más, tanto de izquierdas como de derechas, se han opuesto con todas sus fuerzas a la pretensión británica de que se mantenga el statu quo en Gibraltar. España entera ha reivindicado Gibraltar desde el momento mismo en que lo perdió. Gibraltar es un anacrónico territorio colonial en suelo español, no sólo porque los ingleses los han declarado así oficialmente, al clasificarlo primero como una “Crown colony” y después como un territorio no autónomo, sino porque la situación política de Gibraltar es una típica situación colonial rancia y trasnochada.

    Los objetivos estratégicos a los que se debe la presencia británica en Gibraltar se aprecian claramente  a lo largo de tres siglos, durante los cuales el Peñón fue elemento clave de la situación militar europea y posición  disputada constantemente por España a Gran Bretaña.

    Y los graves incidentes que se han producido entre los valientes e írritos pescadores españoles, todos buenos patriotas, y la Royal Navy nacen de una muy profunda y siniestra pretensión colonial de la vieja Gran Bretaña. Pues Gran Bretaña viene considerando desde 1826 que el puerto de Gibraltar se extiende al este de una línea ideal que une Punta Mala con Devil´s Tongue, embarcadero del antiguo punto gibraltareño. Como puede verse, Gran Bretaña esconde en la manga la impertinente y desaprensiva reclamación de tener como aguas propias las que bañan la parte oeste del istmo, en el que se asienta La Línea de la Concepción – población que cuenta con 90.000 habitantes: el triple que Gibraltar -, y cuyos ciudadanos, al bañarse en el mar que tienen frente a la puerta de su casa, lo tendrían que hacer en aguas aviesamente inglesas.

    País colonizado sin ninguna justificación moral, en lo que a Gibraltar se refiere, la seguridad de España sufre los inconvenientes de tener en su suelo una base extranjera que ha sido la causa de un aumento de la peligrosidad en la zona vecina, expuesta siempre a los ataques de los posibles enemigos de Gran Bretaña. Así, en la Segunda Guerra Mundial, uno de los bombardeos alemanes de que fue objeto Gibraltar afectó seriamente a la Línea de la Concepción, donde, además de daños materiales, produjo 36 muertos. Ni Churchill ni Hitler tuvieron una sola palabra de consuelo con las víctimas “neutrales”.

    En el suelo español se ha visto ir surgiendo con los siglos, y contra la voluntad ofendida de España, una colonia de un país extranjero, y el territorio de Gibraltar queda así puesto al servicio de los supremos intereses políticos de otra potencia. Cuando las Naciones Unidas han condenado el colonialismo, han tenido muy en cuenta los males que él mismo entraña. En el caso de Gibraltar, en el que hemos visto que una base militar se transforma por la voluntad unilateral de quien la ocupa en una colonia, los males del colonialismo se aprecian en su más alto y abyecto grado.

    Por otro lado, Gibraltar vive a costa de España y del blanqueo de dinero, y por ello constituye un tumor canceroso enquistado en la economía de nuestro país. Y si es posible – sólo posible – que el Peñón no merezca hacer una guerra contra Gran Bretaña – olvidando a los buenos españoles que heroicamente entregaron su vida por resistir la codicia asesina del despiadado almirante Rooke -,  nos impide mantener con Gran Bretaña una amistad sincera.

Si ya es insoportable ofensa la existencia sola ( incluso muda ) del Peñón robado y usurpado, cualquiera ulterior ofensa que adrede devenga del Peñón – como ésta de acosar a nuestros pescadores siguiendo el “gun boat diplomacy”, como en los tiempos álgidos del colonialismo –, debería conllevar el cierre inmediato de la verja ignominiosa que levantaron los ingleses en 1906.

    Si España tuviese aún una gota de su antiguo honor, tan ultrajado por la parasitaria y multitudinaria clase política y los aledaños a la Familia Real, no consentiría tras los últimos incidentes de nuestros pescadores, que Gibraltar siguiese viviendo del contrabando y del blanqueo de dinero por parte de los españoles más facinerosos ( tipo “Duque de Palma” ) y delincuentes de “white collar” de otras partes del mundo. Básicamente Gibraltar vive a costa de España y de los peores españoles. La reglamentación del puerto franco de la ciudad de Gibraltar opera de tal forma que convierte a toda la ciudad en puerto franco ilegal, en relación con el hinterland español en que está enclavada. La salida por vía marítima de las mercancías almacenadas en Gibraltar se ve facilitada por unas reglas de abanderamiento de buque que permiten el registro en Gibraltar de embarcaciones abiertamente consagradas al contrabando y por las facilidades que las autoridades coloniales dan para la expedición de manifiestos de carga. Gibraltar es un centro de tráfico ilegal de divisas, perfectamente tolerado, cuando no protegido, por la legislación interna de la colonia. Los numerosos bancos gibraltareños y sus numerosas sociedades financieras coadyuvan a este tráfico dinerario con una libertad de acción impensable en la propia Gran Bretaña. No sería necesario hacer hincapié en la atmósfera de espesa corrupción que una ciudad administrada como lo está Gibraltar engendra en la zona vecina. Esta atmósfera de corrupción es una prueba más de los males que lleva en sí el colonialismo. Gibraltar para España no sólo es una cuestión de prestigio; es un cáncer moral y económico enquistado en pleno territorio español y fuente, por tanto, de constantes tensiones y quebrantos a la economía española. Gibraltar no vive de sus relaciones con la metrópoli – aún siendo una Crown colony -, sino de su parasitismo desvergonzado sobre la piel del cuerpo español.

    Finalmente, el ministro José Manuel  García-Margallo no debe poner sordina a la justa irritación de los pescadores del Campo de Gibraltar ni a lo que queda de nuestra opinión pública honorable en aras de un propósito constructivo que solucione el problema pesquero, pues, como siempre ha ocurrido desde hace tres siglos, las conversaciones terminarán en una cesión más por parte de España a la voracidad desaprensiva del colonialismo británico. ¡Que los gibraltareños vuelvan a ser encerrados en Gibraltar hasta que Gibraltar retorne a España! Y las revistas españolas de papel cuché no se dediquen a reproducir los encantos de los príncipes de la Gran Bretaña en su visita al Peñón. De todos modos, la prosapia de los Plantagenet ha contenido siempre una fealdad tan resistente que ni siquiera sus uniones con hermosas plebeyas ha podido disolver.

Martín-Miguel Rubio Esteban

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