En el proceso penal español la fase de instrucción tiene como fin la investigación de la verdad material de los hechos. En ella el Juez, regido en su actuación por el principio inquisitivo, debe encargarse de recoger todos los elementos de juicio sobre la comisión del posible delito para ponerlos a disposición del Ministerio Fiscal y partes personadas para que formulen acusación o interesen el sobreseimiento en la llamada fase intermedia. Luego, en el plenario, otro órgano de enjuiciamiento distinto, evitando así la contaminación del prejuicio, analizará y dictará la correspondiente sentencia valorando jurídicamente el asunto que ante él se presenta.

En la más común modalidad procesal, aún recogida como especial en nuestra vigente Ley de Enjuiciamiento Criminal (LECRIM) que es el procedimiento abreviado, se articula la posibilidad de que el imputado, una vez dictado Auto de apertura de Juicio Oral y formuladas las conclusiones provisionales por las partes en sus escritos de acusación y defensa, es decir finalizada la fase de instrucción y la fase intermedia, puedan llegar en determinadas circunstancias de delito y pena a una conformidad sobre su culpabilidad y pena que se recoja en la Sentencia que ponga fin al proceso. Es decir los acuerdos entre fiscalía e imputado pueden alcanzarse una vez llevada a cabo toda la investigación delictual, cerrada la instrucción y planteadas las posiciones acusadoras, nunca antes.

Conociendo esto, se comprende fácilmente la aberración jurídica prohibida por nuestro Ordenamiento que supone que en plena fase de instrucción las defensas de los Sres. Urdangarín y Torres estén tratando con el fiscal la finalización de la investigación judicial y el dictado de una sentencia de conformidad. Y es que resulta imposible legalmente llegar a una sentencia condenatoria conformada hasta la fase plenaria de enjuiciamiento (Art. 787.1 LECRIM). Por lo tanto es inexcusable que la instrucción siga hasta el final siguiéndose hasta sus últimas consecuencias. Si el fiscal conoce de adicionales correos que puedan contener incriminación para los acusados o terceros en el curso de la instrucción o tiene simple sospecha de su existencia, inexcusablemente debe ponerlo en conocimiento del juez de instrucción para que acuerde las diligencias oportunas destinadas a su incorporación a la causa actuando luego según se deduzca de esas nuevas pruebas. Y si el fiscal no lo hace, es el propio instructor quien debe recabar esa importante prueba so pena en caso contrario de prevaricar. Así de claro.

Otra cosa bien distinta es que, en nueva muestra del sometimiento de la Justicia al poder único e inseparado, se tuerza una vez más la ley para evitar que cunda el escándalo con nuevos elementos probatorios y actividad instructora que implicaría directamente al Rey y a la Infanta Cristina. La actuación catalizadora de la fiscalía, como defensor del interés público pero manejada por el gobierno a través de un Fiscal General del Estado elegido directamente por el ejecutivo con poder jerárquico sobre sus inferiores funciona de nuevo como herramienta de la Razón de Estado.

Sin embargo no lo tendrán tan fácil si los argumentos que aquí se exponen son asumidos como propios por las acusaciones particulares personadas. En sus manos está que no se consume la fechoría. Es más, finalizada ya la instrucción con el resultado que fuera, para dictarse sentencia de conformidad en su momento procesal oportuno (fase de enjuiciamiento plenario) aún es preciso concitar la de todas las acusaciones, de modo que aunque fiscalía y acusados llegaran a un acuerdo, de oponerse al mismo una sola de las acusaciones particulares solicitando pena superior, el juicio debería celebrarse.

Pedro M. González

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