Según el diccionario, normalizar significa adaptar o ajustar una circunstancia o hecho a una norma, regla o modelo común. Por otro lado, inmoralidad se define como aquellas actitudes sociales inconvenientes o incompatibles con la ética de las costumbres de la sociedad. Con estos dos conceptos definidos, se puede medianamente comprender lo que a lo largo del texto pretenderé analizar para extraer las pertinentes críticas a un modo general de actuar que está subvirtiendo cínicamente las conductas morales que aplicamos a la economía, la política, las relaciones profesionales u otros ámbitos sociales. Desde siempre, en todo conjunto social se han establecido  unas normas morales consuetudinarias como freno a las conductas depravadas en pos  de concertar una convivencia pacífica y de respeto mutuo entre los convivientes. Por supuesto, también y desde siempre, han existido demasiados sujetos e instituciones que por factores diversos han socavado este intangible cuerpo de conductas éticas que han evitado un continuo malestar social. A mi modo de ver, en este periodo convulso en que existimos se han roto las barreras, estamos concurriendo a una normalización masiva y acelerada de las prácticas inmorales. La política, la economía, la cultura, la religión, se han convertido en ejemplos perfectos de indecencia permanente por motivos asociados al uso indecoroso de sus resortes. Los intereses de poder, dinero y manipulación que se han construido entorno a la pirámide ejecutiva de estas diferentes áreas que rigen e influyen la gobernanza  de las sociedades está aniquilando de raíz los principios axiológicos  en los que se basa toda comunidad democrática que digne denominarse de tal modo. En los pasados tres lustros hemos presenciado el encanallamiento de la vida social a escala internacional  por vía de la política y de la economía que ha derivado en una ausencia total de referencias morales, con la única pretensión de hacer tábula rasa a fin de imprimir en el tejido social los nuevos valores que predica la ideología que consagra al Mercado como “demiurgo supremo”.  Paralelamente, los gobernantes de las  supuestas democracias Occidentales apostaron decididamente por formalizar unos sistemas políticos a la medida de sus intereses de partido, creando así democracias pasivas en donde el ciudadano es un mero acatador de políticas al servicio del Estado y del capital más inhumano. El conchabamiento sibilino de esta élite política  con los poderes económicos  condujo irremisiblemente la economía hacia un entorno cuasi mafioso donde las prácticas abusivas con el dinero del ciudadano generó acciones permeables a todo tipo de corruptelas en todos lo niveles de las Administraciones Públicas y en el autocontrol de la responsabilidad social de los cuadros ejecutivos de las grandes corporaciones financieras y de inversión. Ha corrido de lo dicho, un ejemplo significativo es la última noticia salida a la luz sobre el banco de inversión  Goldman Sachs, en la que un empleado ha dimitido porque según dice el ambiente de trabajo es “tóxico y destructivo” y anota además que sus superiores se referían a sus propios clientes como “marionetas”. Hay que saber que este banco fue rescatado con fondos públicos después del desastre de las “subprime”. La inmoralidad aquí es patente. Por tanto, se colige que la economía de mano de la política ha corrompido los códigos morales por los que se rige el contexto relacional y laboral de los ciudadanos; y la deontología profesional, aquella conducta que establece la relación ética entre empresa y cliente ha quedado herida de muerte.

Ante tanta estulticia no se podrá negar que la inmoralidad ataca las bases sobre la que construimos la convivencia, la familia, el trabajo, la cultura… y es que el culto ciego al dinero se ha convertido en el vector que ensalza la cultura del tener sobre el ser, asunto este, que de no ser capaces de equilibrar en los próximos años carcomerá aun más el sostén ético-moral de las comunidades. Entretanto, los gobiernos han vendido sus ideales a los abyectos lobbys del dinero, creando de esta manera una dependencia del dinero que ha hipotecado ideales, libertades, proyectos e ilusiones de millones de cívicos, que no entienden la impudicia con la que se legislan las leyes dentro de los propios parlamentos sufragados (elegidos)  por ellos mismos.

A modo de clausura, opino que una forma de contribuir a aminorar esta normalización de la inmoralidad dentro de la sociedad, tiene que venir de la férrea voluntad de los habitantes, formando un frente común de tolerancia cero a la insolencia  de los  grupos dominantes, acompañado de un Ideal ético regenerador capaz de invertir esta ola impúdica de nepotismo y despotismo económico-político  que asola las consciencias y actitudes de gran parte de los individuos que formamos las sociedades. El poder de invertir la tendencia aquí denunciada, está pues, en nuestras manos.  Un medio inteligente para alcanzar el fin: MCRC.

 

Luis Fernando López Silva

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