Ha querido la Historia que los españoles no seamos distintos de nuestros vecinos, cosa que no debería ser materia de asombro. Todas las grandes naciones europeas hemos transitado por los dickensianos mejor y peor de los tiempos. Griegos, italianos, franceses, españoles, alemanes, portugueses e ingleses han disfrutado de hegemonías durante las que se realizaron distintos tipos de avances, ya fueran políticos, intelectuales, militares, económicos, etc. La permeabilidad de las naciones permitió la asunción de las mejoras ideadas por la principal potencia de cada momento –o por cualesquiera otras– por parte de las demás.

Pero ocurre también que se perpetran retrocesos. Por ejemplo, un gran poder deviene en una corrupción de iguales proporciones si no se dispone de las instituciones que lo eviten y de las que se habrá de dotar la República Constitucional. Esta corrupción es el humo del fuego en el que ya se consume el decadente Estado de Partidos de la postguerra europea; es el lamentable retroceso en el que malcaen las naciones una y otra vez. Este paso atrás adopta distintas formulaciones en cada tiempo y lugar. Ahí quedaron la Inquisición, la afirmación de poder absoluto mediante el exterminio de facciones discrepantes, las guerras civiles, el imperialismo, los totalitarismos, etc.

España –que en este concurso ya tenía el récord de pronunciamientos militares– ha realizado en el ámbito de los retrocesos una nueva proeza. Ha creado una nueva forma del Estado, la Polimonarquía. Una innovación política por la que ha merecido el aplauso y admiración de los grandes estadistas de la Europa finisecular. Y que se escenificó con sendas entregas del premio Carlomagno al residente en la Zarzuela y a su esbirro, Felipe González.

La Polimonarquía nace de la fusión de un monarca y la oligarquía existente en un único cuerpo de poder. Esta unión se produce cuando la jefatura del Estado, encarnada en un rey, tiene una encomienda (de moderar en el caso de España), pero carece de los medios para llevarla a cabo. Las polimonarquías solucionan este vacío de poder con la incorporación de los partidos políticos, sindicatos y asociaciones empresariales al propio Estado. De este modo, los oligarcas, también conocidos como jefes de partido, se convierten en virreyes de hecho. Y esto es así por dos razones. Porque ocupan un espacio que la Carta Otorgada asigna al rey y porque los gobernados no tienen la capacidad para elegir un virrey.

El Colegio de Virreyes está integrado por los jefes de partido de cada facción del Estado que haya obtenido presencia proporcional en las Elecciones Legislativas, que son las únicas existentes y que tienen carácter plebiscitario al no poder los electores más que ratificar a un oligarca u otro. Las decisiones del Colegio de Virreyes se adoptan por votación ponderada en virtud de la proporción de votos obtenida por cada partido estatal.

Este Colegio se encarga de la alta dirección de los Poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial. No obstante, el Colegio delega su función ejecutiva en el jefe del partido con mayor porcentaje de votos; delega su función legislativa en funcionarios de cada partido, que se repartirán el número de delegados legislativos en proporción a los votos recibidos (su designación tiene dos variantes, se puede producir antes –mediante la inclusión de aspirantes en listas elaboradas por el jefe de partido– o después de las elecciones, aunque el resultado práctico no varía); y delega su función judicial en un Colegio del Poder Judicial cuyos integrantes son designados por el Colegio de Virreyes.

El carácter oligárquico de la Polimonarquía da lugar a un fenómeno que llamaremos piramidarquía. Se describe como las relaciones de poder que se producen en sentido descendente desde el jefe de cada partido hacia cada uno de los estamentos inmediatamente inferiores dentro de la organización de cada partido estatal o facción del Estado. El sostenimiento de la cúpula de la piramidarquía exige a ésta el reparto de cuotas de Estado entre las bases que la sostienen. Bien es cierto que este fenómeno no es exclusivo de la Polimonarquía y que es frecuente en la organización de los partidos políticos, aún de los que no son estatales. En la Polimonarquía española, todos los partidos son estatales.

La solución adoptada por la Polimonarquía es neomedieval. Si en la Edad Media fueron muchos los reyes que dividieron su corona entre sus hijos como si de un pastel se tratara, hoy la cosa no ha cambiado mucho, salvo por una intrépida innovación. En lugar de a sus hijos, la Polimonarquía da poderes a al Colegio de Virreyes para repartir el Estado sin separarlo, se reparte el pastel, pero todos comen en el mismo plato. No es muy higiénico, pero poco les importa. Cada uno de los que recibe una porción de la tarta estatal recibe la denominación se subvirrey, como se describirá a continuación.

La solución pastel consiste en la creación de los Subestados, a los que se ha dotado de Subpoderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Cada Subestado Polimonárquico tiene su propio Colegio de Subvirreyes. Su funcionamiento y el resto de su estructura son idénticos a las instituciones de la Polimonarquía.

Esta es la aberración política que padecemos hoy los españoles. Un régimen heredero de una dictadura y que ha basado su medio de subsistencia en el reparto del Estado entre las distintas facciones que el propio Estado tiene asalariadas para que lo defiendan y sostengan. Este es el horror del que se jactan los conformistas que no tienen pudor en creer, no tan sólo decir, que viven en un edén democrático.

Este estado de cosas hace arduo el camino hacia la democracia. Pero nada puede hacer la Polimonarquía ante la inevitable llegada de la democracia, que vendrá de la mano de la República Constitucional.

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