Nacemos encadenados al pensamiento predominante del momento. Vemos las sombras que proyecta sobre nosotros. Las tomamos por reales hasta que un día comenzamos a hacernos preguntas sobre ellas. Y no es hasta entonces cuando descubrimos, asombrados, las cadenas que forman la prisión en la que ignorábamos vivir. Sombras, prisiones y cadenas son en realidad la misma cosa: la propaganda, una máquina capaz de provocar el suicidio intelectual de un pueblo. El italiano se convirtió en fascista; el alemán, en nazi; y el español, en franquista. Y aún hoy, italianos, alemanes y españoles (y tantas otras naciones del orbe) creen vivir en una democracia. Tan poderosa es la propaganda que así lo hace creer.

Y aún así, la abducción del pueblo mediante su conversión al ideario de la oligarquía que se reparte el Estado y de todos sus órganos adictos no es el más devastador de los efectos del pensamiento único.  De él participan, y también fomentan desde el Gobierno y la oposición, los partidos y sindicatos estatales, así como los grandes grupos de comunicación. La absoluta hegemonía del discurso de la oligarquía que detenta los tres poderes del Estado ha supuesto la defunción de la discrepancia, de la disensión, de la idea del otro.

El espíritu crítico es hoy una rara avis social. Éste es el mayor de los peligros que acecha a la conquista de la libertad política. El pensamiento único ha hurtado a los hombres los recursos para cuestionarse el estado de las cosas. La dirección de los centros de saber y conocimiento (léase universidades) incentivan el seguidismo a la propaganda. Donde no hay capacidad crítica, el conformismo adocena las inteligencias.

El hombre que piensa supone una amenaza parala Monarquíade Partidos. Su propaganda implacable persigue toda idea que se aparte del consenso con la misma saña con la que el lobo ahíto de comida derrama la sangre del ganado aún cuando su hambre ya ha sido saciada.

Esta coyuntura impone a la dignidad del hombre la inexcusable obligación de rebelarse. ¿Contra quién? Contra la ola de conformismo que baña a España en la apatía. Contra este Estado de partidos que dice representar a los mismos electores a los que ha robado su capacidad de intervención en las decisiones políticas. Ni usted, amable lector, ni yo podemos elegir un representante del que pudiéramos decir “mi diputado” ni un Gobierno al que llamar “mi Gobierno”.

Si sólo el hombre despierto advierte las cadenas, suya es la tarea de poner en pie a los adormecidos.

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