No es asunto de poca importancia, señores, el declamar ante un círculo como el vuestro. Acostumbrados a lo que de más fino y delicado producen las letras ¿cómo podréis soportar el relato informe y tosco de una desdichada criatura como yo, que nunca ha recibido otra educación que la que el libertinaje le ha dado? Pero vuestra indulgencia me tranquiliza; no exigís más que naturalidad y verdad; y a este título sin duda pretenderé aspirar a vuestros elogios.

Ante todo, señores, pongamos un poco de orden en nuestros placeres. Por mi parte, os ruego atención y apatía. Pues, como bien sabéis, la apatía es la característica más remarcable del libertino. La virtud –dice Kant- presupone necesariamente la apatía, considerada como fuerza y que hay que distinguir exquisitamente de la insensibilidad ante los estímulos. El entusiasmo es reprobable ¡Resolución y serenidad! Por otra parte, es cosa sabida entre los verdaderos libertinos que las sensaciones comunicadas por el órgano del oído son las más apropiadas y aquellas cuyas impresiones son más vivas.

En consecuencia, y siguiendo vuestras órdenes, voy a dedicar esta vigésimo segunda jornada de diciembre, segundo mes de nuestra voluptuosa estancia en Silling-Saló, a la narración de unas experiencias que –estoy seguro- os serán placenteras; si bien, me temo, no dejarán de produciros cierta melancolía. Estas experiencias no tuvieron lugar en casa de madame Guerin, ni tampoco en la de madame Fournier, sino que se sitúan en un mundo en el que la Razón de estado penetra total y continuamente en la vida política, en el que las víctimas se cuentan por millones (como veis, vuestras dieciséis víctimas de Selling son un número francamente ridículo), en el que no hay resquicio alguno por donde escapar.

En ese mundo, la organización del libertinaje ha llegado a tal grado de refinamiento que las mismas víctimas acuden voluntariamente a las oficinas de reclutamiento, que reciben el bizarro nombre de “Colegios electorales de la Partidocracia” donde –suprema delicadeza del libertinaje- los esclavos refrendan los planes que los amos les tienen deparados, utilizando además el eufemismo de “fiesta de la democracia” y todo ello sin haber participado un solo minuto en la elección de los mismos ni tener la oportunidad de revocar a sus elegidos.

Vuestro reglamento, señores, el de Silling, el de Saló, o aquel ya vetusto reglamento de una fábrica-prisión trasmitido por un tal Foucault (del que tampoco, desgraciadamente, sé mucho), palidecen en comparación con el rigor, la exhaustividad en el control del tiempo, la extrema organización científica en esa utopía realizada que es la sumisión a los jefes de partido. Los mal llamados representantes son entregados a la voluntad de los señores hasta en el descanso, en sus sueños, en sus deseos, son obligadas a repetir continuamente “Los amos son los amos y les pertenecemos totalmente”. La razón es el órgano del cálculo, de la planificación; neutral respecto a los fines, su elemento es la coordinación. La afinidad entre conocimiento y planificación, fundamentada transcendentalmente por Kant, ha sido luego llevada a la práctica. Primero, de manera tímida y balbuciente por vuestras experiencias en villas y castillos, señores; después, de manera plena, por la organización total del tiempo y del espacio, por la gestión activa y científica de la voluntad del otro.

El llamado “Sistema Educativo” supera en grandeza a cualquier encierro ¿Pueden sus señorías imaginar un reino de cuarenta millones de habitantes cuya población total está secuestrada en edificios especiales durante, al menos, diez años de su vida, entre los seis y los dieciséis años? Niños y jóvenes, al cuidado de excelentes alcahuetas y enfervorizados pederastas, son cualificados y normalizados según estrictos criterios de calidad y de adoctrinamiento en el más ferviente espíritu nacional.

Y así, el Supremo Consejo Libertino es asesorado por psicólogos y pedagogos, que garantizan tanto la objetividad de los procesos selectivos como la cientificidad del proceso de producción de cuerpos útiles para el placer de la explotación. El Supremo Consejo Libertino es, asimismo, el que periódicamente cambia las fórmulas litúrgicas de obligado cumplimiento. Y si antes se obligaba a las a las víctimas -¡ay, en tan menguado número!- a decir cada día “viva el generalísimo”, los millones de víctimas de las que hablo están obligadas a decir varias veces al día: “diversidad”, “familia-desestructurada”,” y “viva-la-Constitución”. Cierto que hojas impresas por millones y pantallas omnipresentes les recuerdan de continuo las únicas cincuenta palabras que deben emplear y las diez consignas que están obligadas a repetir.

Me dispongo ya a cerrar esta agradable asamblea: Los vicios privados son la historiografía anticipada de las virtudes públicas de la era totalitaria. El no haber ocultado, sino proclamado a los cuatro vientos, la imposibilidad de ofrecer desde la razón un argumento de principio contra el asesinato, ha encendido el odio con el que justamente los progresistas persiguen aún hoy a Sade y a Nietzsche. Así lo escribió un tal Adorno.

Su señoría, mi querido Presidente Curval, lo expresó de otra manera en la vigésimo séptima del mes pasado. Permitidme que lo recuerde hoy: “¿Y qué puede importarle a la naturaleza uno, diez, veinte, quinientos hombres más o menos en el mundo? Los conquistadores, los héroes, los tiranos ¿se imponen esta ley absurda de no atreverse a hacer a los demás lo que no queremos que nos hagan?”. En el mundo del que tengo el placer de hablaros, no son quinientas víctimas, sino miles al día, decenas de miles al año, y se ha cumplido con creces aquel deseo de mi querida amiga Clairwil: “Me gustaría encontrar un crimen cuyo efecto perpetuo actuase incluso cuando yo ya no estuviese actuando, de suerte que no hubiera ni un solo momento de mi vida, incluso durmiendo, en que no fuese yo la causa de un desorden cualquiera, y que este desorden pudiera extenderse hasta el punto de traer consigo una corrupción general o un trastorno tan completo que su efecto se prolongase todavía más allá incluso de mi vida”. Señores ¿pueden imaginarlo? Enfermedades horribles, muerte lenta, pieles calcinadas, deformaciones en la progenie, y todo ello muchos años después del acto libertino o, si sus señorías prefieren practicar el vicio del eufemismo, la acción bélica humanitaria y pacificadora sin más control legislativo que la aclamación partidocrática.

En definitiva, sois simples aprendices del crimen, artesanos, a gran distancia de los productores industriales de muerte. Lo que no se os perdona es la mezcla de códigos, vuestra resistencia a practicar el eufemismo y, sobre todo, que os entreguéis al mal sólo por placer. Pues en el mundo del que os hablo, en este hiper-Silling, en este hiper-Saló, las acciones libertinas deben legitimarse, deben realizarse bajo la máscara de la Falsa Democracia: La Partidocracia.

Señores libertinos, comprendo vuestra melancolía.

Ilustración de Peter Paul Rubens

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