Intervención de Don Leopoldo Gonzalo en Libertad Constituyente a 1 de febrero de 2012

La subida de impuestos nos ha sorprendido ha todos. Se ha justificado por el imperativo de reducir el déficit público, que es necesario desde el punto de vista de la economía nacional -a ver si se endereza de una vez por todas- y después porque pertenecemos, como suele decirse, a un club, la unión monetaria, donde se nos impone esa disciplina, eso que llamamos consolidación fiscal.

Hasta que nosotros nos incorporamos a la eurozona, la forma de cubrir el déficit era muy prosaica, muy veterana: emisión de deuda pública ad libitum, según nos pareciera y, en todo caso, la monetización del déficit público mediante el Banco de España, la creación de liquidez, con todos los riesgos que eso suponía.

Ahora no es así. Ahora, ¿cómo se puede reducir el déficit público para cumplir con esos deberes que nos impone la unión económica monetaria? Casi da sonrojo recordarlo porque es propio de la economía doméstica, pero o elevamos los ingresos o reducimos los gastos o hacemos las dos cosas a la vez de la manera conveniente para lograr ese 4,4 por ciento del Producto Interior Bruto (PIB) -para el que parece que el Presidente del Gobierno ha logrado una moratoria, como han hecho otros países en Bruselas, para que no se establezcan unos límites tan rígidos. Al menos las informaciones van en esa dirección.

En definitiva, la sorpresa ha sido que el Gobierno haya procedido a una elevación de la presión fiscal. Es verdad que la presión fiscal, si se quiere tomar ese pretexto, está en España por debajo de la media de los países de la Unión Europea: está seis puntos por debajo de la presión tributaria que llamamos bruta, media, de los países de la Unión Europea. Estamos en un 33,3 por ciento, un tercio del PIB, mientras que la media está seis puntos por encima.

Pero el indicador al que habría que atender, con todos los defectos y las críticas de las que pudiera ser objeto, no es a la presión fiscal bruta sino al esfuerzo fiscal, al índice Frank. En ese sentido las cosas cambian notablemente porque nos encontramos con que España (…) hace un esfuerzo fiscal importante en comparación con otros países. Si dividimos el índice de presión fiscal bruta por el PIB bruto per cápita y lo multiplicamos por diez, nos encontramos con que sólo estamos por debajo de países como Bélgica o Alemania. Estamos a la cabeza de esfuerzo fiscal – nuestro PIB per cápita es más modesto que la media europea.

Entonces se plantea esta alternativa: como no se quiere reducir el gasto público -porque no se ha querido proceder decidida y seriamente a un recorte efectivo del gasto, se ha empezado y muy modestamente- nos vamos por el lado del incremento de la presión fiscal. Y ahí la alternativa es ¿qué hacemos? ¿Incrementamos la presión directa o la indirecta? ¿Impuesto sobre la Renta (IRPF) o el gran impuesto recaudador, que es el Impuesto sobre el Valor Añadido (IVA)? Ambas fórmulas tienen sus inconvenientes, porque no es deseable el incremento de la presión fiscal por razones obvias.

Dice, con toda razón, el ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, que el IRPF no lo pagan las famililas que están en los escalones inferiores de la escala de renta luego, aparte de que es un impuesto personal que adapta la carga fiscal a las circunstancias personales y familiares de los sujetos pasivos, es más justo. Si optamos por el incremento del IVA, esas familias que se encuentran en los niveles inferiores de renta sí pagan mucho IVA porque prácticamente consumen su renta.

Tiene un inconveniente el incremento de la presión fiscal por la vía del IRPF y es que, en realidad, es lo que antes de la reforma del 78 llamábamos Impuesto sobre la Renta del Trabajo Personal (IRTP), en el que el 85 por ciento de la base imponible integrada sobre el IRPF son rentas de trabajo, de manera que estas soportan el peso de la tributación. El IRPF reduce la renta, reduce el consumo, algo que no nos conviene porque nuestro PIB se compone en un 60 por ciento de consumo y ya está demostrando una atonía clara.

¿El IVA? La apuesta es muy tentadora. Un punto más de IVA supone un incremento en la recaudación de 2.500 millones de euros, de manera que con una elevación de dos-tres puntos obtenemos los 5.300 millones que el Gobierno quiere obtener por la vía del IRPF. Es tentador, no hay duda, ya que con los impuestos indirectos ocurre esto de “ojos que noven corazón que no siente”: van en los precios y no se es consciente de que se pagan. Ademas el IVA tiene otro aspecto atractivo y es que no lesiona el ahorro, no tiene un impacto importante sobre el ahorro y la creación de riqueza. Tampoco penaliza las importaciones y no influye significativamente sobre las exportaciones porque existe la desgravación fiscal a la exportación, que es la devolución del IVA por exportación.

En definitiva la opción del IVA es atractiva pero, a mi juicio -y esto lo digo como fiscalista-, hay una jerarquía en los principios de la imposición y uno muy importante es el principio de equidad. Los impuestos indirectos son regresivos: distribuyen la carga fiscal de forma inversamente proporcional a la capacidad de pago. Además el IVA reduce el consumo y ya es lo que nos falta…

A esto hay que sumar además la subida del Impuesto sobre los Bienes Inmuebles (IBI), el Impuesto sobre el Patrimonio que hemos resucitado… lo cual muestra un panorama desde el punto de vista de la presión fiscal inesperado y, probablemente, no demasiado conveniente.

Fotografía de Karsten Planz

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