Han existido princesas que pasando por espejo de todas las caballerescas virtudes han venido a caer, por acciones quizás poco deliberadas, en vergüenza y deshonor, y de ese modo a ser apartadas definitivamente del honor regio. Pero siempre siguieron siendo princesas hasta su muerte. Si un Rey es un ungido por Dios con la marca de Saúl, la gran aportación política de nuestro portentoso erudito ac doctus San Isidoro de Sevilla, ¿puede declarar su hija ante un juez distinto a Dios desde la más pura concepción monárquica? ¿Alguien que no sea el pueblo protagonizando una revolución política puede tomar a su cargo juzgar a una princesa? Sería una contradicción política, moral y estética en una monarquía. Con pleno conocimiento de su legitimidad ante Dios y ante la Historia, la princesa debe negarse por pura coherencia de la teoría política monárquica a dejarse colocar en el mismo nivel de sus subordinados; mejor estaría dispuesta a morir que a demostrar con su comparecencia en un juicio común los falsos fundamentos de la monarquía. Una princesa sólo puede ser juzgada en un juicio político. Juzgar a una princesa en una monarquía es como juzgar el sufragio universal en una Democracia, o la noción de representación política un régimen liberal. Las princesas no pueden ir a las cárceles del pueblo igual que mujeres comunes, y todo hombre bueno y bien intencionado tiene que hacerse atrás, lleno de espanto, sino como mucho ser retenida en honrosa custodia en un convento o en una fortaleza, con jardines de fragantes rosaledas o en el medio de un lago de límpidas aguas celestes, secluyéndola temporalmente o para siempre de su esfera de poder propia. La princesa custodiada nunca puede ser presa, sino huéspeda amarrada con cadenas de oro, su celda tiene los muros tapizados, contra cuya superficie no se puede hacer daño con los puños y come siempre en vajilla de plata. En su residencia bajo honrosa custodia realizará complots y negociaciones diplomáticas, y su estancia se transformará en una secreta cancillería política. Solamente el ser perseguida y humillada podrá proporcionarle en la Historia una nueva grandeza que disipará en la nebulosa de los recuerdos sus pequeños delitos.

Y es que no hay nada más duro que ejercer de Rey o Príncipe. Ya lo decía el divino Erasmo en magnífico latín en su Moriae Encomium o Stultitiae Laus ( ahora la Europa bárbara y deslatinizada, y deskantianizada hasta llegar a ser un estercolero moral, llama Comenius y Erasmus a Proyectos Educativos cuyos analfabetos pergeñadores o perpetradores no saben latín ). Pues si algunos de los reyes y reinas, príncipes y princesas, y demás familia política, tuvieran solamente media onza de sentido común, ¿qué vida habría más triste que la de ellos o más digna de ser renunciada? Si se meditase seriamente en la inmensa carga que echa sobre sus hombros el que quiere reinar verdaderamente, no creería que la corona sea bastante para compensar el perjurio, la traición o los negocios inconfesables del vil metal. El cruel y despiadado Quevedo copió servilmente de Erasmo esta idea sacrificial de la corona.

Aquel que recibe la misión de reinar sobre su pueblo debe ocuparse de los intereses comunes, no de los suyos; ha de pensar exclusivamente en la utilidad general; debe no apartarse en absoluto de las leyes, de las que él mismo es firmante y ejecutor; debe responder de la integridad de su familia, de los magistrados y funcionarios, y debe, como un astro benéfico, hacer la dicha del género humano por sus virtudes y costumbres, y no puede jamás, como un siniestro cometa, causar las mayores calamidades mezclando por apetito privado su sangre ungida por la marca de Saúl con la plebe trepa y desaprensiva.

En resumen, el honor es condición indispensable para la vida digna de cualquier princesa, por lo que no querrá jamás correr el riesgo de verse privado de él, ni estará dispuesta – si no se vuelve loca – a renunciar a él a cambio de beneficios económicos o sociales.

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