. Nosotros La modélica Transición ya ha hecho aguas, el barco se va a pique con toda su carga y pasajeros, los tripulantes ya han ocupado los mejores botes. A todos los demás, incluidas las famosas clases medias, nos toca el llanto y crujir de dientes, mientras el Rey y el Congreso se divierten.   Los repúblicos somos la oposición a ese régimen, a esa infecta Monarquía parlamentaria de partidos de Estado corrupta y en flagrante delito.   Mantiene García-Trevijano, Don Antonio, que si los españoles tuviéramos conocimiento de su discurso, el de la Libertad colectiva, el régimen imperante duraría un santiamén. Ese es el problema, el conocimiento.   No le falta razón, aunque el mero conocimiento sea insuficiente. Es necesario algo más; tomar conciencia, aprehenderle, hacerle propio, vivirle y vivenciarlo, en definitiva convertirse en una persona libre, en un demócrata por los valores, principios e ideales de la propia democracia, antes de que algún inspirado nos ponga a todos de uniforme con correaje.   Creo que fue Rousseau quien afirmó que quería conocer a los hombres como son y a las leyes como deberían de ser.   Nadie podrá negar jamás a Don Antonio su conocimiento de las leyes, como son y como deberían de ser; pero no sólo de las leyes como producto del legislador, sino en su sentido más amplio, el de las leyes que gobiernan las cosas por su propia naturaleza, y también aquellas en las que se introducen artificios por legislador de conveniencia para imponer espurios intereses contra la Libertad de todos. Es decir, contra la Libertad.   Nadie podrá negarle a Don Antonio, tampoco, haber sufrido en sus propias carnes la indignidad de quienes vieron en él al enemigo de sus mentiras,  y  por  ello  fue  traicionado y encarcelado, y con él la libertad de todos los españoles.   Nos hemos empecinado en pensar en los hombres como deberían ser y no como somos en realidad cada uno de nosotros. Es como si el destino nos hubiera exigido ser santos para ser alguien. Desde pequeños nos han dicho que teníamos que ser buenos y obedientes. Hasta tal punto ha llegado nuestra estulticia en este asunto que incluso “La Pepa”, en 1812, proclamó con rango constitucional que los españoles éramos buenos y benéficos.   La Pepa se sintió culpable o acomplejada por los prejuicios sobre cómo somos; es como si a los españoles, además del pecado original, nos hubieran colgado el de existir.   Distraídos en esos pensamientos nos formamos estereotipos de nosotros mismos y les damos validez universal: Los españoles somos tal o cual, y de ahí extraemos conclusiones aberrantes sobre la imposibilidad de que hagamos las cosas bien, de que seamos mejores de lo que somos. Algunos han llegado a establecer como verdad de fe la ingobernabilidad de los españoles y, en consecuencia, la necesidad de mano dura, pues alegan que solemos confundir la libertad con el libertinaje y otras zarandajas liberticidas.   Ante la angustia que producen los adocenados estereotipos que nos han fijado, en la desesperación que nos produce el caos anunciado, atendemos con fruición propuestas regeneracionistas de nuestra vida política y social; nos hacemos la ilusión de poder regenerar lo que por su propia naturaleza es degeneración en si misma de las imposturas sobre las que fundamentan el poder y sus privilegios.   Así, desde hace años, no es extraño que alguno de esos eruditos a la violeta que pululan por los estrados mediáticos nos propongan regenerar la democracia, como si existiera antecedente de democracia en la historia de España. Aunque conviene aclarar que en realidad lo que proponen es regenerar el paño sobado y raído que es la partidocracia nacida de la agónica Transición.   Pasamos los días tratando de saber como somos los españoles, como si nos conociéramos todos, sin reparar en el hecho de que los hay buenos y malos, altruistas y egoístas, honrados y corruptos, y así hasta terminar en el diccionario con adjetivos y demás agregados al nombre.   Pero no hemos gastado un sólo segundo en reflexionar sobre la importancia que tienen las leyes, escritas y no, con las que nos gobiernan en la manera con la que los españoles vemos y entendemos las cosas. Baste para ello observar que se usan términos como democracia, para referirse a algo tan dispar y distante como la vigente Monarquía de partidos, cuya esquela ya está en imprenta.   Ya no necesitamos de cartas persas, ni marruecas, ni otras ficciones literarias para recibir sin quebranto anímico la crítica de nuestros propios y confusos pensamientos. Nos basta escuchar, con un poco de atención e intención, los relatos que de su estancia en países extranjeros hacen aquellos que salieron de la Patria cansados de ver como, una tras otra, todas las puertas les fueron cerradas y negadas todas las oportunidades a que su mérito y esfuerzo les hacían merecedores. Esos españoles, como tú y como yo, allá lejos emprendieron, sin padre ni padrino, enchufes ni influencias, el camino del futuro; y triunfaron, entendiendo por triunfar el mero hecho de ganarse la vida dignamente y vivirla con libertad.   Los expatriados, emigrantes, son igualmente españoles como nosotros, con sus virtudes y defectos, como todo bicho viviente, pero gobernados por otras leyes. Allí donde los carnés de partido o sindicato no tienen ninguna relevancia, ni se tienen primos concejales, ni se preservan tradiciones para que se mantengan privilegios. Los españoles, muchos españoles, se desenvuelven perfectamente en sociedades en las que el valor de uno mismo es el mayor activo que las mueve y desarrolla.   A esos españoles nadie les regaló nada, sólo su tenacidad, inteligencia y ambición bastaron para superar los obstáculos que allí se presentaron en su vida. Aquí esos mismos obstáculos se los insuperables.   Entonces ¿Cuál es la diferencia entre allí y aquí, si a una misma persona aquí se le cierran puertas y allí se le presentan oportunidades?   No somos los españoles personas extrañas, diferentes, incapaces de gobernarnos a nosotros mismos. Simplemente somos tributarios de unas leyes perversas que van contra nuestros propios intereses y en beneficio exclusivo de los que ostentan el poder, que se constituye y organizan como gigantesca máquina para infundirnos miedo, que protegen con la grosura de la confusión.   Por eso los repúblicos somos la oposición al régimen, pues nos hemos hecho inmunes a los miedos que su máquina fabrica y conocemos el nombre exacto que a cada cosa corresponde. Hemos abierto ya el periodo de libertad constituyente, pues sabemos que no saldremos de estas crisis mientras persista la partidocracia, su corrupción, sus miserias y falsedades.

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