Estas elecciones 2011, en las que nos hallamos inmersos, evidencian quizá más que en otras ocasiones el agotamiento del sistema, de un sistema que pudo ser democrático y que ha culminado finalmente en una partitocracia a dos bandas. El debate electoral realizado el lunes pasado y el “Manifiesto por el pluralismo político” suscrito por una serie de grupos políticos, aquellos que no han podido concurrir a estas elecciones por no cumplir los requisitos formales que la nueva ley electoral exige, constituye un síntoma claro de la agonía de un sistema que para mantenerse cree que debe cerrarse en sí mismo, sin abrir las puertas a una reflexión que conllevaría necesariamente su total transformación.   Para empezar el sistema español, que ha tenido la pretensión de atribuirse un prurito de legitimidad democrática, que no ha ostentado ni desde su inicio –la elaboración de la llamada “Ponencia constitucional” por aquellos partidos que se atribuyeron un poder constituyente que no poseían, puesto que la nación no se lo había otorgado-, ni por su ejercicio, donde la partitocracia ha devenido en oligarquía y últimamente en un bipartidismo rancio y decimonónico.   Quienes firman el “Manifiesto por el pluralismo político”, hablan del mismo, del pluralismo como uno de los valores superiores del ordenamiento jurídico español”, tal y como sustenta la Constitución, pero no se dan cuenta que el punto de partida es erróneo: la Constitución -elaborada como Carta otorgada desde arriba y no como fruto de un debate político abierto y representativo-, hace mucho, si es que lo hizo alguna vez, que dejó de vertebrar las relaciones sociales del pueblo español. No hay pluralismo político, como no hay libertad, justicia o igualdad, que son también pilares, sobre el papel, del ordenamiento jurídico. El debate electoral del lunes donde las preguntas se pactan y las respuestas son las evidentes, donde los dos candidatos son los que mantienen ese debate, sin posibilidad de abrirlo a otras cuestiones, cuestiones que constituyen el núcleo fundamental sobre el que es necesario plantear una regeneración de la política desde la sociedad, no es más que el síntoma de una agonía, la agonía de la política, entendida como hubiera dicho Max Weber como una profesión, pero no como esa participación de todos en el entramado social. ¿Cuáles son esas cuestiones fundamentales? En primer lugar, impedir la aparición de otras alternativas, sean más o menos cuantitativas, es el exponente del miedo de un sistema de partidos que trata de blindarse y cerrar la participación a cualquier otro: es el miedo a quien piensa distinto. El requisito formal de la ley electoral, el número de firmas en tiempo record,   no   es   más   que   la   intención   de establecer una condición de imposible cumplimiento, para que los votos no se decanten por otras opciones y es el trágala de un bipartidismo que quiere ser el único en ostentar la representación nacional. En segundo lugar, el problema de España no es sólo un problema económico, con ser éste un problema gravísimo para tantos españoles: es un problema ético y jurídico, donde no hay disociación entre ethos y ius. La política española necesita regenerarse, el sistema tiene abiertos varios frentes, desde la crisis de las instituciones, la supeditación de la justicia a la política, la corrupción e impunidad de los políticos, la quiebra de la división de poderes, de manera que todo ello conduce finalmente a una separación profunda y critica entre la España oficial y la España real.   En 1934 decía Unamuno: “esos pobres políticos profesionales, de partido –izquierda o derecha, esos creen que el pueblo es arcilla en que cabe ejercer de alfarero para dar gusto a los dedos y recrearse en el placer de crear –ánforas o botijos-, esos pobres políticos cuyo hipo es tumbar al que ocupa el puesto de mando…”.   Que no crean que el pueblo español es arcilla que acoge la forma que le da un sistema agónico: digamos con Unamuno que hay que hacer patria, hay que llevar a cabo una renovación, una regeneración patria que exprese el sentimiento vivo del pueblo español, la intrahistoria profunda del que no dan razón ni los textos constitucionales impuestos ni las oligarquías cerradas.

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