Antes de comenzar su conferencia en la Universidad Ramón Llul el Presidente del Tribunal Constitucional (TC), D. Pascual Sala, admitió ante los periodistas que el Alto Tribunal presenta a día de hoy ciertas “anomalías” por el retraso en la renovación de sus Magistrados a propuesta de los partidos, pero negó que se trate de un “órgano secuestrado” como su Vicepresidente D. Eugenio Gay manifestara tras su dimisión en grado de tentativa. Lo que sin embargo es una anomalía es la propia existencia del órgano que el Sr. Sala preside. Es una anomalía al principio de unidad de Jurisdicción, es una anomalía a la independencia judicial y es desde luego una anomalía al principio de Separación de Poderes en que debe sustentarse todo sistema político que se reclame democrático. Una anomalía que, como matrioska, se inserta y vive dentro de la Gran Mentira de la parajusticia partitocrática. En el presente artículo y en el siguiente se ofrecerán las soluciones tangibles que deben adoptarse con resolución para acabar con un sistema judicial que en si mismo es una anomalía.   Comenzando por lo que refiere al órgano que preside Sala, éste debe desaparecer inmediatamente. La inconstitucionalidad de la Ley, acto administrativo o resolución judicial debe poder ser declarada por cualquier juzgado, creándose Sección Especial en el Tribunal Supremo que resuelva en firme como última instancia por vía devolutiva de recurso. La actual creación de un tribunal político elegido por los partidos supone un filtro último de las voluntades de éstos absolutamente impresentable. Además niega el principio de unidad de jurisdicción por el que el mismo imperium estatal (fuerza ejecutiva) reside en la firmeza de las resoluciones judiciales de todos los órganos judiciales, independientemente de su jerarquía.   La desvergüenza de Sala es inigualable, ya que a la vez que echa balones fuera apelando a la responsabilidad de los partidos, niega si quiera la posibilidad del mandato vitalicio de Jueces y Magistrados del TC, como ocurre en la jurisdicción ordinaria, excusando que se trata de “algo más propio de la cultura judicial anglosajona que de la europea”. Claro que nada opone a la generalización de otras instituciones, como el jurado, cuya implantación a discreción en nuestro ordenamiento es fruto de una moda televisiva exclusivamente norteamericana.   En algo hay que darle la razón a D. Pascual, que nuestro sistema es ejemplo de la cultura judicial europea de la postguerra, que descansa en el control absoluto por los partidos del estado, justicia incluida, según resulta consagrado por la nefasta jurisprudencia del Tribunal de Bonn y el inefable Lehibholz.

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