La masa es descrita desde Le Bon, y por influencia de las teorías hipnóticas en boga durante el siglo XIX, como un conjunto informe de individuos aislados con inclinaciones imitativas y caprichosas tendentes a la pasividad y a la impulsividad irracional pero capaces de ser galvanizadas cuando son estimuladas por un demagogo como el general Boulanger o a la agresividad cuando son dejadas a la espontaneidad de su propio curso, como en el caso de la huelga de mineros de Decazeville retratada por Emile Zola en su novela Germinal. A pesar de estas caracterizaciones psicológicas, durante la década de los 80 del siglo XIX, menos de un 4% de huelgas presentaron actos violentos.   Sin embargo, lejos de demagogos carismáticos, la masa parece haber encontrado criterios de organización a través de la tecnología informática y las redes sociales, y parece ser alérgica a cualquiera que pretenda liderarla, sin tener muchas veces conciencia de ser dirigida. El descontento o desapego a un régimen de poder puede ser organizado de forma caótica mediante la aglomeración de distintos nodos populares en Facebook. Estas protestas pueden estar inicialmente provocadas con una determinada intención pero la dinámica de estos movimientos de masas puede evolucionar de forma muy distinta. Dentro de ellos operan grupos diversos y el conglomerado es permeable tanto a personas como a grupos organizados y a sus ideas. Si en la plaza Tahrir de El Cairo la primera pancarta demandaba el cambio de régimen político, en Sol solo fueron peticiones de hartazgo a la clase gobernante, en su mayoría demandas sociales, expresadas en forma de resistencia pasiva mediante la ocupación de espacios públicos. Evidentemente, la violencia no ha salido de la masa, sino de las fuerzas de represión leales a la clase política de la monarquía. Lección de realismo político a una masa que inicialmente no entendía la cercanía ni el origen de la enfermedad que le aquejaba, pero que poco a poco, a base de palos, va comprendiendo que las medidas reaccionarias del capital financiero han sido contratadas por quienes les gobiernan. La clase política es el primer objetivo a día de hoy de las protestas que acorralan a políticos en parlamentos y ayuntamientos.   Sin teoría política que guíe la acción de estos movimientos de desapego a la corrupción del régimen, su capacidad para operar un cambio democrático es nula. Inicialmente sin más teoría que una aversión general y difusa a las calamidades provocadas por los grupos privilegiados del capital financiero, incluidos los partidos políticos, la realidad de la violencia institucional va a ir enfocando poco a poco con nitidez  al  verdadero enemigo  del  ciudadano honrado preocupado por su polis, que no es otro que el régimen oligárquico de partidos estatalizados durante la Transición.

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