Si definimos la sociedad como el conjunto de las relaciones y acciones recíprocas que se dan entre los hombres, se puede observar como dentro de este marco social de interacciones mutuas existen tanto tendencias reivindicadoras de libertad social como tendencias inversas de determinismo social. Por un lado la libertad potencia la acción individual dentro del marco determinista promovido por los poderes constituidos, político, mediático, religioso y científico-económico. Por otro lado está la corriente del determinismo reductor de las libertades, empecinado en persuadirnos de nuestra insignificancia frente a ciertos poderes. Estas dos tendencias opuestas son las que llevan siglos readaptando las sociedades a su devenir más presente.   Por desgracia, la Historia revela que las corrientes dominantes en el desarrollo social han impuesto multitud de determinismos desgarradores, y no fue hasta pasado el horror de la II Guerra Mundial cuando las sociedades empezaron a emanciparse en apariencia de antiguos yugos. En estos más de 60 años de se han conseguido en materia de libertades individuales, derechos civiles y deberes civicos un sinfín de mejoras, sin embargo, es ya indisimulable el fenómeno que reconduce inexorablemente nuestras formas de desarrollo económico y cultural, y que no por casualidad, ha colonizado todos los rincones del globo. Hablo del determinismo económico que imponen las partidocracias tanto en las naciones ricas como en las pobres.   La existencia de monopolios u oligopolios transnacionales, gigantescas corporaciones financieras, los fondos de inversión y en definitiva una economía dominada por la especulación y sin escrúpulos por obtener beneficios sin regulación de los Estados, deja a las sociedades indefensas en el juego geoeconómico. La ola de recortes y ajustes en las economías nacionales señalarán el rumbo hacia el cual nos hemos de dirigir imperativamente por inercia del determinismo económico y político propugnado por las tesis más ultras del Neoliberalismo global. Los datos macro y micro económicos de la mayoría de las economías mundiales son desoladores: tejido industrial en recesión, deuda soberana, desempleo masivo, corrupción, economía sumergida en auge, clase media en desintegración, una generación de jóvenes talentos sin oportunidades, las desigualdades entre los más ricos y los más pobres se ensancha, etcétera. Todos estos datos constatan que el paradigma económico-político del que nos hemos dotado determina de manera incuestionable el destino colectivo de millones de seres humanos.   La  realidad   es  que  tras  unas  décadas   de expansión y optimismo económico sin límites, la recesión arribó inesperadamente estrangulando todo el tejido productivo de los países, generando inicialmente un revulsivo contra las tesis capitalistas del desfasado consenso de Washington. Sin embargo, este sano revulsivo se diluye reunión tras reunión de los líderes sin apenas confrontar dialécticamente las viejas y las nuevas recetas que han de componer el porvenir. Por ello, hoy en día, cuando los grandes debates intelectuales casi han desaparecido y lo que se estila es el pensamiento débil, conviene recordar, que es precisamente ahora, cuando necesitamos cuestionar los modelos sobre los que cimentamos nuestras sociedades para constituir la libertad política y no huir hacia adelante para escapar del pavor a pensar más allá de la economía.

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