Si hubiera alguna posibilidad de que saliera a la luz pública, podría comprobarse con datos el continuo empobrecimiento nacional durante las últimas tres décadas y cómo éste corre parejo a la dictadura posfranquista de varios partidos. No hay constitución más allá del calculado reparto de poder en proporción a los votos, en un sistema de sufragio que imposibilita la elección colectiva de nada y de nadie; ni límites institucionales que puedan coartar la voluntad del jefe o jefes del partido, coalición o pacto que junte la mayoría de procuradores en cortes. A la larga era —y es— metafísicamente imposible que algo bueno pudiera sacarse de todo ello.   La duración de esta politiranía se consigue a base de fomentar la ignorancia política general, aderezada con fenómenos de opinión pública en cuya participación se exige la adhesión incondicional a la irrealidad que se reproduce. Después de infinidad de veces de coger el tren en Delicias y bajarnos en Aranjuez, tratan de convencernos —y en la mayoría de los casos lo consiguen— de que el problema para alcanzar otro destino no está en las propias vías que solamente allí conducen, sino que es cosa de cambiar la locomotora o enganchar un vagón más. Así, la única manera real, efectiva y responsable de oponerse a los desmanes del poder no está en limitar constitucionalmente éste, logrando poder elegir personalmente a nuestro representante en el parlamento y al jefe del gobierno en otra votación de circunscripción nacional única; sino en apoyar a un partido de la oposición que dispondrá de las mismas oportunidades para el despotismo.   Ver cómo una y otra vez la pobre gente arruinada refrenda, como indefensos peleles, a sus propios “esquilmadores” —aunque ya afortunadamente más como consecuencia de la rutina del deber que por esperanza— resulta descorazonador. Cual martirio prometeico, los comicios regeneran con nocturnidad el hígado de la nación para que el águila partitocrática venga a devorarlo de nuevo, sin ver que es la cadena de Hefesto, acompañado de Crato —“el Poder”— y si fuera necesario de Bía —“la Violencia”—, lo que la retiene y acogota.   Creían los antiguos griegos que el hígado era la sede de las pasiones. Gustaban de comer la víscera de animales cebados con higos pasos. Aquí reside la raíz etimológica del nombre español del voluminoso órgano, heredada directamente del latín ficum merced al tropo gastronómico. Tan grande fue la importancia económica del higo en el Ática que su tráfico y exportación fueron prohibidos. Nada mejor para el descrédito personal que la falsa denuncia de los acusadores profesionales. Tal es el papel que hoy toma la prensa oficial: la de auténticos “sicofantes” de la media verdad prestos a engendrar la visceralidad ideológica de la que se alimenta el consenso de las rapaces. Y llega un punto en el que la glándula saturada no puede realizar su función desintoxicadora.

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