(Foto: rbm_photo) Soberana estupidez A mediados del siglo XX, cuando se hablaba con notable ingenuidad de la soberanía de los consumidores, proliferaron las analogías y paralelismos del mercado económico con una suerte de mercado político en el cual los electores eran soberanos porque podían escoger entre los distintos proveedores de mercaderías políticas.   Si imaginamos que los políticos y los votantes son maximizadores racionales actuando y desenvolviéndose en circunstancias de libre competencia, resulta una distribución óptima de energías y bienes políticos, un majestuoso equilibrio entre los productos y recursos que la gente introduce en el mercado político y las compensaciones que obtiene de él. Pero cuando la mercancía sólo es ofrecida por unos cuantos vendedores o unos pocos partidos políticos, éstos no necesitan responder a las demandas de los compradores. Pueden fijar, arbitrariamente, los precios, y establecer la gama de mercaderías que más les convenga, esto es, pueden crear ellos mismos una demanda que, en un oligopolio, jamás será autónoma. La decisión del electorado no se desprende de su iniciativa sino que se le da formada.   La industria y el comercio no podrían sostenerse sin la veracidad de lo que se fabrica y se vende. En cambio, la opinión pública tiene la certeza de que los políticos utilizan la mentira como recurso habitual en su trabajo. Solamente ésos pueden permitirse el lujo de la mendacidad profesional. Este signo distintivo de la profesión, sería considerado, en cualquier otro sector, como una extravagancia incompatible con la duración del empleo o la permanencia de la clientela.   Esta clase profesional cerrada, que únicamente permite ser renovada por cooptación de personas de su misma condición, ofrece servicios fraudulentos y esparce promesas de obligado incumplimiento.        La       charlatanería      de trapisondistas que se gastan en las campañas electorales sólo tiene como objetivo trapichear con los votos en su exclusivo beneficio. “Yo no soy tonto”, se complace en repetir el consumidor, halagado por la publicidad, pero cuando introduce en una urna el sobre con la lista de partido estatal, lo toman irremisiblemente por tonto y medio. En este caso, obedeciendo al “deber cívico”, “el buen sentido es la cosa mejor repartida del mundo, pues cada cual piensa estar tan bien provisto de él, que ni aun aquellos que son más difíciles de contentar en otras cosas, tienen por costumbre desear más del que poseen” (Descartes).

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