Los Estados de Partidos nacidos de la derrota del fascismo en la Segunda Guerra Mundial recogieron, de éste, la base doctrinal que les permitió convertirse en partidos estatales, es decir, organizaciones depositarias del monopolio de la acción política y financiadas por el Estado. En la Europa Continental, la instauración de la “democracia” se entendió como el paso del Estado de un Partido al Estado de Varios Partidos, con libertades civiles otorgadas y libertad política secuestrada por los partidos instalados en las instituciones de forma permanente.   La jurisprudencia del Tribunal de Bonn afirma que los Estados de Partidos han sustituido la “representación” de los ciudadanos por la “integración” de las masas en los partidos, realizando, de esta forma, el viejo sueño rousseauniano de la democracia directa: sólo lo ausente –sostiene Rosseau- necesita ser representado; si el pueblo se hace presente sobra la representación. La inviabilidad de hacer presente, en los modernos “estados de masas”, a la entera población, es sólo una dificultad técnica resoluble gracias a la mediación de los partidos políticos, divinizados como instituciones fundamentales en una “democracia” y, por eso mismo, estatalmente financiados. Pero una instancia mediadora entre dos extremos no puede formar parte de uno de los dos, so pena de entrar en contradicción consigo misma y renunciar por completo a toda posibilidad de mediación.   Lo que en el Derecho Civil no admite dudas cae, en el Derecho Político, en el abismo de lo incomprensible. El Derecho Civil tiene por vocación facilitar la seguridad jurídica en las relaciones voluntarias entre particulares o en las obligaciones nacidas como consecuencia de tales relaciones; desde la Revolución Francesa, el Derecho Político, en Europa, tiene por finalidad disfrazar el monopolio del poder por la clase política con oscuras ficciones que apelan a la “soberanía popular”. Y tal vez la eficacia de tales ficciones se deba, precisamente, a su oscuridad, tal y como el dogma de la Santísima Trinidad no admite ser sometido a análisis racional para la comunidad de los creyentes; en su misterio radica su respetabilidad. En el Estado de Partidos los ciudadanos deben renunciar a hacer preguntas infantiles si quieren participar en el juego con la conciencia tranquila.   En su “Teoría de la Constitución” escrita en 1927 sostiene Carl Schmitt que “El Parlamento, en la mayor parte de los Estados, no es ya hoy un lugar de controversia racional donde existe la posibilidad de que una parte de los diputados convenza a la otra y el acuerdo de la Asamblea pública en pleno sea el resultado del debate (…) La posición del diputado se encuentra fijada por el partido (…) Las fracciones se enfrentan unas a otras con una fuerza rigurosamente calculada por el número de mandatos (…) Las negociaciones en el seno del Parlamento, o fuera del Parlamento, en las llamadas conferencias interfraccionales, no son discusiones sino negociaciones; la discusión oral sirve aquí a la finalidad de un cálculo recíproco de la agrupación de fuerzas e intereses. El privilegio de la libertad de discurso (inviolabilidad) perdió con esto sus supuestos. (…) El Parlamento se convierte en una especie de autoridad que decide en deliberación secreta y que anuncia el resultado del acuerdo en forma de votación en una sesión pública”. Sería una objeción completamente infantil señalar que el carácter público de las deliberaciones asamblearias es componente sustancial de la democracia. Si así fuera, entonces, la práctica moderna del parlamentarismo, ya denunciada por Carl Schmitt en 1927 y exacerbada por las modernas partidocracias europeas, que permite vulnerar la exigencia de publicidad, mediante las oscuras transacciones del consenso a puerta cerrada entre los jefes de las respectivas facciones, quedaría perfectamente asimilada a un procedimiento dictatorial. Y el carácter democrático del régimen de partidos es un dogma de fe tan inconmovible como el de la Santísima Trinidad. Y no menos misterioso e incomprensible que aquel. Por eso, participar en las elecciones partidocráticas –en las que se avecinan y en las que estén por venir- está reservado a aquellos que gozan del don de la fe. Los ingenuos, los recalcitrantes que no hacemos más que meter palos en las ruedas del carro triunfal con preguntas infantiles que el Derecho Político europeo ha resuelto ya desde la derrota del fascismo, no podemos permitirnos, todavía, el lujo de acudir, contentos, a refrendar la formalización jurídica de un fraude.

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