El salvoconducto del Tribunal Constitucional (TC) a Bildu para presentarse a las elecciones se muestra ante la opinión pública para ser valorada a favor o en contra como el resultado final de una batalla entre la libertad política y la necesidad de impedir el abordaje al Estado por parte de los terroristas. El pensamiento superficial de la opinión en el régimen de partidos -con libertad de expresión pero sin libertad de pensamiento- a través de las categorías definidas por esa misma partitocracia obstaculizan un análisis riguroso de la cuestión. Ese examen profundo, afecta ineludiblemente y en última instancia al ser mismo de este sistema. Y demuestra que no es una democracia.   La soluciones ideológicas que el análisis oficialista ofrezca nunca podrán ser ciertas porque en todo caso falta a la verdad en sus premisas de partida. Ni las pretensiones de Bildu de acceder a las instituciones, ni la ilegalización de partido alguno tienen que ver con la Libertad Política, sino con la forma de organizar la partitocracia. El pensamiento superficial impide si quiera apreciar algo tan evidente como es la revocación de una decisión de la jurisdicción manejada por el poder político (Tribunal Supremo), por un mecanismo de seguridad del mismo poder de los partidos ajeno a la misma. El TC, elegido directamente por éstos, funciona como eficaz válvula de seguridad para dar legalidad a lo decidido previamente por una sociedad política sin intermediación.   El pensamiento superficial nos sitúa ante una dicotomía imposible. Estar a favor o en contra de la legalización de determinados partidos. La pregunta encierra una trampa. Analícese si no el principal argumento proclive al ahora declarado inconstitucional fallo del Tribunal Supremo (TS): Evitar que los terroristas tengan acceso a los fondos destinados a los partidos por su participación en el sistema. Un análisis mínimamente riguroso de este planteamiento nos haría poner en primer plano de discusión la bondad misma de que los partidos sean subvencionados estatalmente por su participación en la vida pública y reconocidos como los únicos agentes políticos posibles. En suma, su monopolio de la representación política. Así centrada la cuestión el problema no es que los terroristas formen un partido político (lo que en todo caso favorecería el control y represión de sus actividades), sino el papel institucional de los propios partidos como órganos administrativos del Estado, en el Estado y subvencionados por el Estado.  Es decir, el acceso a la legalización de partido se convierte en una decisión de los miembros del selecto club que cohabitan en el Estado sobre las intenciones del pretendiente a una plaza retribuida en el mismo. Esa es en realidad la razón de “justicia” material que sustenta y analizan tanto el TS y el TC, convertidos en verdaderos comités de admisión de la partidocracia. En el otro bando, la trampa consiste en identificar la legalización del partido con la Libertad Política. Ello supone reconocer precisamente ese monopolio del partido como sujeto de la política confundiendo libertad de asociación con representación. La Ley de Partidos carece de sentido con un sistema verdaderamente representativo con elección mayoritaria por distrito electoral uninominal, tanto a nivel local como a nivel nacional en que el propio distrito pague a su representante.   El pensamiento superficial construye su razonamiento sobre las bases teóricas del Estado de partidos y sobre la ficción democrática de sus postulados institucionales. Si el representante político es elegido y pagado por sus electores directamente, sin partidos en el Estado que monopolicen la vida pública resulta no sólo innecesario, sino injustificable la ilegalización de estas asociaciones ciudadanas destinadas a canalizar las ideologías hacia el Estado. Con una justicia independiente y separada en origen, el TC quedaría así en evidencia como lo que es, el filtro último de las voluntades de la élite de los políticos.

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