(Foto: crlsblnc) Marchar contra la tradición Inmersos en las tradiciones autoritarias del Estado renovadas por la partidocracia, González, Aznar y Zapatero se han opuesto, sin embargo, a la tradición de neutralidad de nuestro país. Estos nuevos pontífices de la universalidad española han tomado por ilusión provinciana que España no hubiera participado, al margen de los episodios coloniales en Marruecos, en guerras exteriores desde que el malicioso hundimiento del “Maine” sirviera de pretexto para que Estados Unidos nos declarara la guerra en 1898.   La idea de neutralismo, al denotar imparcialidad o indiferencia de sentimientos ante un conflicto ajeno, no es apropiada para definir situaciones como la de España durante la Segunda Guerra Mundial, donde el Estado y la gran mayoría de la sociedad se inclinan apasionadamente por uno de los bandos en lucha sin participar formalmente en ella.   La pretensión de neutralidad tiene, además, el inconveniente de dejar abierta la cuestión de los motivos. La mayor parte de las veces, es neutral quien puede, y no quien quiere, siendo preferible, por ello, utilizar el concepto de no beligerancia,      puesto     que      carece      de pretensiones morales y describe una simple situación de hecho.   Antes del seguidismo felipista en la primera guerra de Irak, el obsceno afán de protagonismo de Aznar en la segunda, y las veleidades de Zapatero, dispuesto a acudir presuroso (con el apoyo sin remilgos de Rajoy) al toque de corneta de Sarkozy para liquidar, mediante bombardeos “selectivos”, al tirano caído en desgracia ante las potencias internacionales, España era uno de los países europeos con menor índice de belicismo, a juzgar por el número de veces que ha entrado en guerra con otras naciones.   Desde el año mil cuatrocientos han tenido lugar en Europa, alrededor de tres mil batallas importantes. Los porcentajes de participación son, aproximadamente, los siguientes: Francia, el cincuenta por ciento; Austria-Hungría, el treinta y siete; Alemania, el treinta; Gran Bretaña y Rusia, el veinticinco; Turquía el quince: Países Bajos y España, el diez. Tal vez sea por nuestra marginación geográfica, pero nuestra menor beligerancia, concentrada casi toda ella en las ambiciones imperiales de la Casa de Austria, estaba consagrada por la tradición histórica.

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