Los hombres se han matado unos a otros con cualquier objeto duro que hayan podido manejar. La piedra de obsidiana o el hacha de sílex han sido tan poco responsables de las guerras de ayer como el misil o la bomba nuclear de las de hoy. Nunca se ha guerreado porque se han tenido armas de guerra. Se tienen porque se guerrea por cualquier motivo.   El desarme voluntario es consecuente, y no antecedente, a la conciliación de adversarios. Se toma el rábano por las hojas cuando se piensa que la reducción de armamentos nos acerca a la paz. Lo que no impide reconocer su carácter benefactor para la política interior.   El Congreso internacional de la paz en 1869 aprobó una moción de Víctor Hugo que pedía la abolición pura y simple de todas las armadas. Bajo esta onda pacifista, Napoleón III hizo votar, el 1 de julio de 1870, la reducción de 10.000 soldados a título indicativo. Cuatro días después, la emperatriz Eugenia y la opinión francesa estaban deseosas de pelear. El emperador les dará satisfacción declarando, el día 16, la guerra franco-prusiana que acabó con su imperio.   ¿Cuál fue el motivo? Pues que el general Prim había ofrecido el trono de España a un príncipe prusiano. La noticia se hizo pública en París el día 5. Napoleón III reclamó a Guillermo II que, como jefe de familia, retirase la candidatura de su pariente. El monarca prusiano aceptó y obtuvo la renuncia formal del príncipe Leopoldo. Pero a la emperatriz y al ministerio francés no les bastó. Exigieron garantías de que no se volvería a plantear candidatura alguna, es decir, exigieron la guerra.   Los Tratados de armamento convencional, de limitación de los arsenales nucleares, no añaden ni quitan nada a los motivos de guerra que la voluntad de poder pueda encontrar, por las razones más insospechadas. Por eso resulta crucial para el futuro de la humanidad el desarrollo de las restricciones que una verdadera representación de las sociedades gobernadas imponga a la potencia incontrolada de los que pueden provocar guerras, es decir, que el poder legislativo de las Naciones deje de estar sometido al imperio del poder ejecutivo de los Estados, tal como se expone en la “Teoría Pura de la República”.

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