El nuevo y original sentido de libertad que descubre el anarquismo es la libertad antipolítica. Si la libertad de la que gozaban los antiguos griegos era exclusivamente política, y la libertad a la que aspiran disfrutar los modernos ciudadanos occidentales es tanto política como personal, la libertad que propugna el movimiento anarquista es exclusivamente individual y social y, por ende, «antipolítica».   Julián Casanova, en la introducción al libro Tierra y libertad, nos recuerda que el anarquismo con «su proyecto social de libertad, de colectivización de los medios de producción, de abolición del Estado, de la organización de la sociedad futura sin coerción, objetivos a los que se llegaría a través del antipoliticismo, de la negación de las luchas electorales y parlamentarias» ejerció su influencia durante ochenta años. El rechazo del Estado liberal o del Estado autocrático de los siglos XIX y XX, donde sucumbe la libertad política y es amenazada la libertad individual, deriva -parece claro-, con el pensamiento libertario, hacia una concepción de la libertad radicalmente antipolítica.   José Álvarez Junco en su trabajo La filosofía política del anarquismo español, publicado en el libro ya mencionado, subraya que «el Estado español de finales del siglo XIX [durante la época en que estuvo vigente el anarquismo] era centralizado, ineficaz, autoritario, incapaz de crear servicios sociales o de ofrecer reformas laborales creíbles, muy distante respecto de la realidad social en la que se movía y siempre dispuesto a dar una respuesta militarizada [cosa que nos empieza a resultar familiar también en la España de hoy] a cualquier problema de orden público». «Es comprensible -concluye el autor- que se extendiera la creencia de que las exigencias del Estado eran abusivas y que la vida sería mejor si no existiese un poder público».   La vieja idea liberal de crear una sociedad basada en lo económico -y al margen o por encima de un Estado que se pretende «mínimo» y atenuado políticamente- es llevado al extremo por la teoría anarquista, cuyo afán de libertad -por ignorancia de lo que significa la libertad política o, tal vez, por simple descreimiento o falta de confianza-, concibe y prescribe -y también lucha para conseguirlo- una sociedad con libertades civiles, pero sin Estado.   La constante tendencia social a la organización política -de una u otra forma- mediante un Gobierno que garantice el sistema de libertades civiles -en mayor o menor  grado-   y  el  orden  público  al  mismo tiempo, desmiente, histórica y empíricamente, la pretensión libertaria de construir una sociedad sin Estado y, por tanto, sin libertad política, aunque es evidente que le sobran razones para quererlo.   La bella intuición del pensamiento anarquista -tan próxima al liberalismo-, en torno a la libertad, consiste en que la convivencia bajo un Estado que no respeta la libertad personal y política -y parece verdad que ningún Estado moderno lo ha hecho- no merece la pena, pues una vida sometida a la esclavitud o la servidumbre es una vida indigna.   Por ello, y a falta de una verdadera teoría del poder político -o por medio de una particular «contrateoría»-, el anarquista prescribe la eliminación de toda forma de Gobierno. Y hay que reconocer que su deseo se antoja razonable en ausencia de un orden político que demuestre a las claras la superioridad ética y práctica de los gobiernos estatales.   Heleno Saña en un libro recién aparecido, La revolución libertaria, ha glosado los principios y valores del anarquismo español, destacando la dimensión espiritual y el sentido ético -de estirpe socrática-, la entrega a un ideal superior, la visión optimista del hombre, su dimensión poiética o constructiva, la fe en la cultura, el humanismo y el espíritu popular, el antiautoritarismo y, finalmente, su autenticidad y nobleza española, pasión de igualdad y aversión a los partidos políticos. No cabe duda de que el espíritu libertario del anarquismo español constituye un legado irrenunciable.

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