Cuando Aristóteles afirmaba que el hombre era un «animal político» quería decir que el hombre solo lo era plenamente viviendo en el seno de la ciudad y participando personalmente en el gobierno de la misma. Esta opinión del estagirita indicaba que para él la ciudad precedía real, lógica y moralmente al ciudadano, que lo era, precisamente, por estar al servicio de aquella y no al revés. Y si bien el ciudadano dentro de la polis podía votar, nombrar y sustituir magistrados, ocupar cargos como el de arconte y gozar de variados derechos políticos, como individuo particular estaba indefenso y sometido al poder de la colectividad. Y, aunque la edad de oro de la democracia ateniense puede contemplarse como un período de florecimiento del espíritu individual –y los griegos disponían de hecho de un espacio privado dentro de la ciudad–, los ciudadanos no gozaban de derechos individuales ni de defensa jurídica. La libertad política que poseían no servía para garantizar su libertad personal que quedaba al arbitrio de la colectividad.   Para el pensamiento liberal desde el siglo XVIII, por el contrario, el individuo-persona constituye un valor en sí mismo, independientemente de la sociedad o del Estado, y posee una esfera moral y jurídica «privada», liberadora y promotora de la autonomía personal y la autorrealización, que las leyes han de proteger sea cual sea el régimen de poder. Para la democracia moderna –y esto supone una superación del liberalismo y un retorno, en cierto modo, a la libertad política de los griegos, para ir más allá– la garantía última de la libertad personal solo puede venir, en último término, de la participación del individuo-persona en el gobierno de la nación.   Hoy sabemos que no puede haber libertades aisladas, sino que todas ellas forman un «sistema» perfectamente engranado. Desde la libertad de pensamiento o de conciencia –de las que derivan la libertad de creencias religiosas y de culto–, la libertad de palabra y opinión –y aquí quedan incluidas las libertades lingüística, de prensa y de enseñanza–, la libertad de acción individual –que engloba la inviolabilidad física, la libertad de residencia y traslado–, la libertad económica, la libertad de reunión y asociación, hasta llegar a la libertad política –libertad para participar en el gobierno de la nación, eligiendo y destituyendo a los gobernantes–, que constituye la garantía de todas las demás.   Así pues, permítaseme concluir, la libertad de los    antiguos   griegos    les    permitía   servir políticamente a la ciudad –si bien obligatoriamente y gracias a una libertad económica basada en la esclavitud– dedicándose a ella en cuerpo y alma, pero «sin sosiego», mientras que la libertad moderna o liberal consiste principalmente en la posibilidad de permanecer al margen de la política “y que el Estado nos deje en paz” para ocuparnos de nuestros propios asuntos. Mas la libertad democrática actual –a la que aspiramos– consiste en ocuparse de los asuntos de gobierno –al menos cada cierto tiempo– para garantizar mediante el control del poder del Estado que uno pueda, precisamente, desarrollar su vida privada «en paz» y, a la par, adquirir una nueva dignidad dentro del espacio público.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí