Si aprendemos de los hombres a hablar, y de los dioses a callar, Felipe González no parece estar todavía lo bastante endiosado para guardar silencio sobre asuntos tan comprometedores como las “tripas del Estado” ni practicar la virtud –divinizada por los romanos- de la eubolia, del buen consejo que la prudencia presta a la dicción. El discurso de este ex presidente se distingue por una extravagante desmesura, por un modo de hablar que, incluso en materias indiferentes, impregna todo lo que dice de embaucadora enseñanza.   González trata de persuadir con un tropel de palabras, enreda lo obvio y cotidiano con hilos y flecos conceptuales, y dispone a su antojo del sentido de la mayoría de las palabras, que es una forma de tener siempre la razón. Hace gala de un vanilocuente idiotismo que ridiculiza el nivel cultural de la clase política española. Pero lo peor es que con esta logomaquia deja sumidos a los que tiene a su alcance en la paralizante perplejidad moral y mental de la confusión. Como en aquella siniestra romería hasta las puertas de la cárcel de Guadalajara, sigue estando poseído por ese frenesí que da la complicidad en crímenes irreparables, y así envilece el recuerdo de las víctimas (Segundo Marey), proclama la integridad de los Barrionuevo, Vera y Galindo, confiesa que tuvo la oportunidad de ordenar la “voladura” de la cúpula etarra, y concluye que “la corrupción es inherente al funcionamiento del sistema, como lo es a la condición humana”.   (Foto: Fundación Democracia y Desarrollo) La entrevista concedida a un fascinado escritor de la cuadra de PRISA revela los síntomas del único cambio que pueden ofrecer las sociedades cerradas. Envejecimiento de los mismos personajes. Escepticismo moral. Agotamiento intelectual. La vida política y cultural quedó petrificada en los momentos constituyentes de la transición. El disfraz idiomático, con el que la clase intelectual pretende dar impresión de novedad, resulta tan patético como un maquillaje chillón sobre un rostro viejo.

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