Asamblea Legislativa (foto Pedro Guridi) Revolución institucional   La mayoría de las reflexiones creadoras sobre política señalan los enlaces que existen entre las cosas visibles. Sacan a relucir lo que todos ven y pocos relacionan. Y los análisis de excepcional profundidad sacan a la luz las relaciones invisibles, de carácter subyacente, que dan sentido y alcance históricos a las conexiones de los acontecimientos de superficie. Cuando faltan las primeras, se produce una fosilización de la cultura política: las descripciones de la situación y del momento político son sustituidas por pretenciosos ensayos de filosofía dogmática de la historia. Y cuando no existen los segundos, por temor al pensamiento de fondo o porque éste sencillamente no está de moda, la cultura política (ojalá se pudiera hablar seriamente de cultura democrática) se trivializa, no traspasando el umbral de la superficialidad y del formalismo. Los intelectuales de las “culturas” posmodernas han rechazado todo método racional de acercarse a la comprensión inteligente y no meramente intuitiva o estética, de la política.   El pensamiento político se ha elevado hacia las regiones celestiales de la utopía o, por insuperables obstáculos ideológicos, no ha bajado lo suficiente (no siguiendo la indicación de que cuando se piensa, mejor o peor, nunca ha de hacerse a medias) para descubrir e iluminar ese oscuro lugar donde se urden los hilos del tejido público. Y para hacer frente a las poderosas ficciones de nuestro tiempo y a las amenazas que irradian de ellas, es preciso excavar en el duro suelo de nuestra historia continental para llegar a la fuente primordial de las mistificaciones sobre las que se han asentado los regímenes de las oligarquías europeas.   Jamás se apodera de un gran pensador el automatismo  de  los  lugares comunes. Y así, Antonio García-Trevijano recorre los transitadísimos parajes de la Revolución Francesa para trasmitirnos una visión inusitada que nos permite comprender el insospechado sentido de aquellos acontecimientos que despertaron tantas esperanzas de emancipación. Se dice, con poco fundamento, que las revoluciones devoran, como Saturno, a sus propios hijos, pero los arrollados de verdad por los sucesos revolucionarios son los padres putativos que se ponen al frente de los mismos para frenarlos o desviarlos.   La lucha contra la gran mentira de unos Estados de Partidos que se hacen pasar por democracias exigía remontarse a los orígenes del fraude conceptual recogido en los textos constitucionales que padecemos. Uno de los aspectos de mayor alcance social y cultural que encontramos en los planos de la revolución institucional que contiene la “Teoría Pura de la República” (Ed. Ciudadela Libros. El Buey Mudo) radica en la dignificación de las leyes, pero no sólo de su proceso de elaboración: la Asamblea Legislativa, ya con el prestigio de su legitimidad, tendría, además, el poder de promulgarlas con una institución mediadora entre la representación de la sociedad y la fuerza estatal. Hay que recordar que otra de las influencias retardatarias de la Revolución Francesa reside en la facultad de sancionar las leyes que se atribuye a un poder ejecutivo, que, al alimón con los grupos de presión y corrupción, detenta una iniciativa legislativa preñada de privilegios legales para los poderosos que regentan los centros financieros y las grandes corporaciones. Frente al imperio de la arbitrariedad ejecutiva necesitamos que comience la historia de una legislación veraz dictada por la libertad política colectiva.

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