“La batalla de Argel” mostró cómo la tortura no era considerada por los militares franceses un problema moral sino un arma de combate, imprescindible, ante un feroz enemigo que no reparaba en atentar de manera indiscriminada contra la población civil. Hubo una estrecha relación entre los antiguos torturadores franceses –legionarios y paracaidistas- y los sicarios de las dictaduras sudamericanas, a cuyas fuerzas armadas formaron en la llamada “guerra subversiva”. Adiestramiento que arranca en 1961 con la organización del Primer Curso Interamericano de Guerra Contrarrevolucionaria, en el que participaron, además de los de Estados Unidos, militares de catorce países del Cono Sur.   La amenaza global que el terrorismo islámico está representando durante este siglo, y que ha desencadenado las guerras de Afganistán e Irak, ha vuelto a poner en primer plano el uso sistemático de la tortura como medio eficaz para sonsacar información y prevenir atentados. En Guantánamo y en “cárceles secretas” distribuidas por todo el mundo se han puesto en práctica las llamadas, con un eufemismo muy poco tranquilizador, técnicas de interrogatorio.   Los informes desvelados por WikiLeaks trazan horrores añadidos a los propios de toda guerra: arbitrarias matanzas de civiles y torturas de un refinado sadismo (mutilaciones, quemaduras con ácido y agua hirviendo, electroshocks y sevicias sexuales). Ahora que es de dominio público, este siniestro asesoramiento estadounidense a las fuerzas de seguridad del Estado iraquí (que como tales velan por dicha seguridad y no por la integridad de los civiles) no constituye la mayor preocupación del Pentágono: lo es la capacidad de difusión de las filtraciones que recibe la incontrolable WikiLeaks.   Sade creía que “Matar a un hombre en el paroxismo de una pasión, se comprende. Hacerlo matar por otro en la calma de una meditación seria, y bajo el pretexto de un ministerio honorable, es incomprensible”. Pero la moralidad del Divino Marqués es una reliquia. El crimen, como delicioso y extraordinario fruto del vicio ilimitado (posesión/destrucción de los otros), ha devenido costumbre de una virtud policiaca (crimen avalado por el poder supremo del Imperio). Y es que, como diría el arcangélico Saint-Just, el ejercicio del terror (de Estado) insensibiliza el crimen como los licores fuertes lo hacen con el paladar.

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