Cuando insinué su parecido con Ahab, el viejo y culto capitán de la marina mercante no dejó de llamarme Ismael: “Qué gran blasfemia representa esa novela: Ahab odia con toda su alma a Dios y la ballena blanca es el pérfido símbolo del pretendido creador; estoy harto de oír esos impenitentes sermones, llenos de falsa trascendencia, que lanzan siniestros augurios sobre los horrores que nos esperan. Berman lo tenía claro, igual que Strindberg: Dios es profunda y directamente desagradable, rencoroso, mezquino y arbitrario, y no cabe duda de que el hombre está hecho a su imagen y semejanza. Pero Dios no puede dejar de ser una hipótesis necesaria; Dostoievski sabía que si la fe en la inmortalidad (sin ella acabaríamos por matarnos) resulta imprescindible para el ser humano es porque constituye el estado normal de la humanidad. No hay uno sólo de los personajes de sus novelas que no se sienta aguijoneado por la existencia o inexistencia de Dios”.   Al conocer mi inclinación a la sociología, el capitán siguió con su arponeo: “por mucho que se les llene la boca de resultados estadísticamente significativos, la estadística puede ser manipulada para que dé el resultado que a uno le interese. Lo que importa conocer es si los llamados científicos sociales han tomado en cuenta todas las posibles variables que pueden conducir a un determinado fin. Los estudios de mercado sirven a ese populismo inspirado en las estrategias de comunicación de Wall Street: el mercado es la esencia de la democracia. Y dado que todos participamos en el juego comprando acciones o pasando por taquilla para ver una película u otra, el mercado encarnaría la elección del pueblo: nos da lo que pedimos y otorga todo el poder al consumidor; sin embargo, hay un fraude frecuente, basado en los endeudamientos disimulados y las contabilidades amañadas, cuya continuidad hace que sea imposible de detectar hasta que ya es demasiado tarde: la víspera del escándalo, Deutsche Bank había adquirido el 5´1 por ciento de Parmalat, y los analistas recomendaban fervorosamente la compra de títulos del grupo”.   “Querido Ismael: el término “título” designaba el letrero que se izaba sobre un palo, y que llevaba inscritos los nombres de las ciudades conquistadas y el número de prisioneros. “Titulus” se llamaba también, en los funerales, a la inscripción que enumeraba los hechos esenciales de la vida del difunto. Los títulos superiores no garantizan mayor nivel de sabiduría; aparte de las lecciones de la experiencia, no hay nada que pueda sustituir una lectura cuidadosa”.

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