En los tiempos modernos, las concepciones teológicas, relacionadas con la eternidad del más allá, van transformándose en ideas temporales aplicables a este mundo, perdiendo sus connotaciones religiosas. Los jacobinos derribaron el ídolo de la trascendencia y su encarnación real para dar paso aterrador a la soberanía de los principios. La “destreza de la razón” hegeliana era una secularización de la providencia divina. Y Marx reanuda en “El Capital” la dialéctica de dominación y servidumbre, pero sustituyendo la conciencia de sí por la autonomía económica, el reinado del Espíritu absoluto por el advenimiento del comunismo.   En la obra de Carl Schmitt, que remarcó el papel decisivo que jugaba la teología secularizada, el estado de excepción introduce la “anomia” que hace posible la ordenación efectiva de lo real: la suspensión de la ley se mantiene en el ámbito del derecho. Es el mismo soberano, capaz de decidir sobre el estado de excepción, el que garantiza el anclaje en el orden establecido de esa medida extraordinaria: “el soberano permanece fuera del orden jurídico normalmente válido y, sin embargo, pertenece a este orden, al ser el responsable de decidir si la constitución puede suspenderse in toto”. La teoría del estado de excepción deviene doctrina de la soberanía.   Precisamente, hace unos días, se declaró el estado de excepción en Ecuador ante un golpe de estado que no era más que una opereta policial, pero que desató igualmente el histrionismo del presidente Correa. En España, la zarzuela del 23-F se recita constantemente por los fieles (cargados de hipocresía) de la partidocracia: Pedro J. Ramírez señalaba el pasado domingo que de la misma manera que aquel “fracaso” desactivó a las fuerzas armadas golpistas, el fiasco de la reciente huelga general podría conllevar el arrumbamiento de unos sindicatos anquilosados.   La tradición medieval representa el cuerpo del rey dotado de dos naturalezas: física o natural y mística. El corpus mysticum del soberano, uniformado como capitán general de los ejércitos, era la única figura, en aquel estado de excepción, capaz de salvar una constitución que predica su inviolabilidad. Así, El conflicto ancestral de la relación de poder (que Hegel interpretó como dialéctica del amo y el esclavo en su “Fenomenología del Espíritu”) pudo seguir superándose mediante un régimen donde se obra el milagro de integrar a las masas en el Estado a través de los Partidos.

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