Un destello de libertad (foto: cone 721)   Libertad y disposición laótica   Sería difícil exagerar la importancia de la libertad humana en todos los órdenes de la vida. Desde la libertad de pensamiento y expresión –el libre ejercicio de la razón– hasta la libertad de acción, incluyendo en ella, por supuesto, la libertad económica; desde las concepciones más sublimes de la inteligencia, hasta los actos más humildes de la vida cotidiana; todas sus modalidades son decisivas para garantizar la dignidad de la vida humana.   La libertad pertenece a la esencia de la condición humana, constituye algo propio y exclusivo del hombre en el reino de la naturaleza. La relativa independencia y libertad física y mental alcanzada por el hombre durante la evolución biológica, con respecto al medio natural, le permite elegir entre un repertorio más o menos amplio de posibilidades para hacer su vida.   La libertad como principio metafísico ligado a la condición humana, es decir, la libertad pura, así como la libertad ligada a la condición social, tienen como único manantial la individualidad irreductible de la vida humana. «Sin libertad, sin la voluntad libre del hombre –dice Francisco Ayala–, ni siquiera sería posible la historia, que no es sino obra y testimonio suyo» (Hoy ya es ayer).   A nadie se le oculta, sin embargo, la extrema fragilidad de la libertad en su aplicación práctica a lo largo de la historia. Esta es su máxima paradoja, que, perteneciendo a la esencia del hombre, su existencia misma no está garantizada. Pues para realizarse en el curso del tiempo, se tiene que enfrentar a otra condición no menos esencial e inherente a la propia naturaleza humana, su condición o tendencia social.   En la práctica, la libertad se consigue imponer, y se mantiene en ocasiones, después de vencer las numerosas dificultades –y superar frecuentes altibajos– que el orden social le opone, pues como es bien sabido, sin un orden social externo al individuo, sin sociedad, no puede darse una auténtica vida humana. De este hecho evidente y contradictorio, que no hay libertad individual desligada de la coacción social, se deriva la necesidad de mantener una actitud vigilante frente a la presión social y al poder político, de modo que la libertad pueda conservarse protegiéndola de sus formidables y forzosos enemigos.   Esta actitud encierra dentro de sí misma idéntica contradicción, pues los excesos de la libertad bien pudieran terminar socavando el orden social y conducir a la sociedad a la anarquía, aunque es bien cierto, y la historia lo ha atestiguado siempre, que sobre los escombros de una organización social destruida no tarda en edificarse otra de nueva planta.   La conflictiva relación entre la libertad y el orden, entre la libertad pura, previa a la organización social, y la libertad organizada dentro de la sociedad, donde la primera es el elemento cardinal y el contendiente más débil, se presenta como un problema ético. Sin respeto a la libertad y a la dignidad humana no puede haber vida que merezca la pena. La defensa frente a los temibles poderes a los que se ha de enfrentar irremediablemente, no es posible sin el ejercicio de la libertad moral, sin una pasión ética por la libertad.   Esta pasión, esta fuerza, que se caracteriza por una especie de heroísmo ético, pues siempre encuentra enfrente otras numerosas y superiores fuerzas o pasiones, es virtud particular de una minoría de hombres. La extraña y misteriosa condición humana dota a los hombres con diferentes cualidades o propensiones, y entre ellas la valentía y el heroísmo no son las más extendidas.   Sin embargo, tal como ha señalado Antonio García-Trevijano, existe una parte del pueblo, una minoría o «tercio» del mismo, que posee una cualidad potencial o real –una disposición laótica–, que lo moviliza en grupo constituyente de la libertad política y de la democracia; hay un grupo de mayor o menor tamaño, más o menos identificable, dispuesto a «cristalizar» y a arriesgar su vida en defensa de la libertad. La misión principal de este grupo, donde radica esta fuerza propulsora o constituyente de la libertad política y de la democracia, consiste en despertar y movilizar a la sociedad civil para alcanzar este objetivo.   Podríamos, pues, conceptuar a estos individuos de inclinación laótica como los «guardianes» de la libertad, los «emisarios» de la democracia. Pues bien, en esta España de la oligarquía de los partidos en el Estado, en esa España de la corrupción económica y política, en la España de la ruina del Estado y de la sociedad civil, suena la hora del ciudadano laótico –y del «tercio» laocrático–, repica la hora de la libertad.   «Escribo –dice Antonio García-Trevijano– para influir con ideas en la cristalización de un tercio «laocrático» de la sociedad en torno al núcleo más sensible y valiente de la comunidad. Este tercio más inteligente está al cabo de la calle del carácter incorregible de la partitocracia. Pronto tendrá que emprender la conquista de la libertad política, para llegar a la democracia por la vía de la reforma radical de esta corrompida oligarquía de partidos».   «Decir la verdad frente a la Gran Mentira –ha dicho también nuestro maestro– es comenzar la libertad de acción que une la conciencia moral a la conciencia política. Es prender la mecha de la pasión por la libertad en el tercio laocrático de la sociedad, de cuya dignidad depende la vida de la libertad política y la salud moral de un pueblo entero».

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